Jorge González, con un vaso de agua en una mano y un mondadientes en la otra, estaba sentado, en un ángulo bien iluminado de la tienda, frente a un locutor de radio esperando a que dijera algo. Pero González no decía nada. Había entrado por un acceso oculto al gran público y ahora, en la inauguración de una tienda de instrumentos musicales en el centro comercial más visible de todos, parecía aún más distante, con la mirada perdida en las preguntas, de espalda a las filas de instrumentos tan nuevos, donde decenas de jóvenes y sus cámaras seguían sus movimientos. Los trabajadores de la tienda sabían, como también su hermano Marco, que lo acompañaba, que era una pésima idea fotografiarlo, que no le gustan las fotos. No, al menos desde que volvió a mostrar sus canciones en Santiago, proveniente de Berlín, allá por el año 2011, cuando el músico se dejaba fotografiar con dificultad. La advertencia estaba en el aire. No tomen fotos, por favor, es sin fotos, pero, como siempre, hubo alguien que sí lo hizo.
González había sufrido un infarto isquémico cerebeloso en febrero de 2015 y desde entonces mantiene a raya la amenaza latente de la muerte. Alfredo Lewin, el locutor que debía entrevistarlo a las cinco de la tarde en la sucursal de Audiomúsica del mall Costanera Center, no sabía dónde meterse cuando faltaban quince minutos para las seis. Se paraba, conversaba con el controlador, con la gente de la tienda, volvía a sentarse y volvía a irse. Hasta que González apareció entre aplausos.
Dijo que venía del médico. El accidente fue grave y las consecuencias, a más de dos años después, lo tienen con un tratamiento que deberá seguir durante el resto de su vida.
Desde que sobrevivió a un accidente cerebrovascular que Jorge González aparece contadas veces. Se retiró de los escenarios. Vive en un departamento junto a su padre. Se dedicó a publicar material inédito y poco conocido de su archivo musical. Editó su autobiografía y protagonizó un sentido concierto de despedida. Porque González no se encuentra del todo bien. Es víctima de un mal que dificulta su movilidad, la comunicación y la velocidad habitual de su figura. Jorge González sobrevivió a un ACV.
Parafraseando a Gay Talese, González después del ACV es Picasso sin colores o un Sinatra sin voz. Porque el infarto que sufrió le pasó a llevar esa joya que no se puede asegurar, su lucidez verborreica y punzante, y hiere en lo más vivo a su habla. Da frases cortas. Secas. No sólo lo impide caminar bien, parece provocar en el hombre de "El baile de los que sobran" una serie de secuelas relacionadas con su dificultad para hablar y moverse mejor. González, después del ACV, da la impresión que va apagándose, que puede sacudir por completo al mundo intangible que representa, de un día para otro.
Ahora González habla y nosotros, los treinta, cuarenta que lo vemos, escuchamos.
Dice que no tocará más. Que le cuesta mucho. Que, después de sus álbumes Trenes y Demos, no habrá más música inédita. Que su vida está bien fuera de los escenarios. Un viernes por la tarde, en medio de una tienda de instrumentos musicales, Jorge González habla.
-Prefiero escribir -dice él-, escribir me encanta.
Cuando era adolescente y escuchaba a Tom Jones, Jorge González trataba de oír el trabajo de Peter Sullivan, el productor que sumó arreglos de orquesta a sus canciones y convirtió a la potencia de su voz en un sonido que conquistaría al mundo. Cuando ponía a The Beatles, González reconocía la influencia del productor George Martin en esas cuerdas que configuraron un sonido de alcance global. Cada vez que oía a Adamo, González buscaba la mano de Jorge Córcega, el responsable de adaptar las canciones del ítalo-belga al español. Jorge González, el estudiante que grababa los especiales de medianoche de Queen, Electric Light Orchestra y Kiss, creció escuchando a los hombres que convirtieron a esos grupos de otros chicos en las mejores bandas de la historia. Hoy, cada vez que escuchamos algunas canciones de Javiera Mena, Pedropiedra, Ases Falsos, 31 Minutos, Zaturno, Gonzalo Yáñez o Álex Anwandter, estamos escuchando a Jorge González. El sanmiguelino inspiró sus letras, hacen versiones o simplemente se cuela en sus canciones.
Entre guitarras y bajos de ensueño, los que más tarde firmaría, González se ve mejor —mucho mejor— que en sus últimas apariciones, las que son contadas. Incluso volvió su carácter. Cómo decirlo: esa actitud de enfrentar las preguntas sin adornar las respuestas. Lleva una chaqueta de cuero encima de un beatle oscuro y unas gafas que se levanta cuando aparece frente a las cámaras, frente a la gente, treinta cuarenta personas, contando a los trabajadores de la tienda, no tomen fotos, por favor no tomen fotos.
Dice que lleva escrito un nuevo libro. Un libro con historias de gatos.
-Se parecen a los seres humanos -dice él.
Un libro con historias de gatos que espera publicar a fines de este año. Un libro que comenzó cuando contaba su intención de estudiar literatura y que vendría a suceder a Héroe, su autobiografía de ochenta páginas que desafía la gramática, como antes desafió al poder establecido y a todo lo que tuvo alrededor. Ese libro, que cuenta la vida del líder de Los Prisioneros en un tono distendido y cercano, fue lanzado en mayo pasado y allí González aborda, entre otros asuntos, su adicción a las drogas y las razones de su distanciamiento con Claudio Narea. Héroe, además, incluye fotografías inéditas de su vida con Los Prisioneros y su etapa solista. Todo va desde que nace en el hospital Ramón Barros Luco en diciembre de 1964 hasta el recordado concierto de reunión de Los Prisioneros en el Estadio Nacional el año 2001.
González, que todo el tiempo habla con Alfredo Lewin para un programa de radio, dice que se guardó algunas cosas. Bromea con que hay mucha gente que conoce que todavía sigue viva, como para escribir de ellos. Así y todo, además del libro de historias de gatos, prepara la segunda parte de Héroe, el pendiente de su autobiografía. Con la parte de los últimos diecisiete años que no está en las ochenta páginas de mayo.
-Me quedo con los últimos diecisiete años -dice él-.
¿El recuerdo más potente de ese período? -Tocar en El Abrazo, el concierto que hubo en el Parque O'Higgins. Ver a la gente de los Babasónicos y de Vicentico acercarse y rendirme pleitesía, hace tiempo que en Chile no pasaba eso -dice González y la gente aplaude. Lewin, que apenas articula sus preguntas, respira nervioso porque su entrevistado llegó diez minutos antes de la hora de término de su programa, porque su entrevistado responde con monosílabos, porque su entrevistado responde con carácter, sin adornos, porque, tal vez, su entrevistado es Jorge González.
https://www.youtube.com/watch?v=V3vnstLAvG0
Ahora suena la primera canción del segundo disco de Demos y González pincha quesos y toma un vaso con un líquido transparente. Va a paso rápido por los temas. No se le da la conversación. Monosílabo. Habla o intenta hablar de música y otras latitudes, que a estas alturas parecen otras vidas. Dice que "Ella estará desnuda", el tema, se parece a Adamo. Que por eso le gusta. González, que en otras décadas validó a una serie de referentes románticos al frente de Los Prisioneros, cuenta que su cabeza se empezó a abrir cuando pisó Nueva York. Que, entre sus recuerdos sin añoranza, Berlín ocupa un lugar especial.
-Es más acústico. Vivía en un departamento muy chico, si ponía la música fuerte se enojaban -cuenta.
Si la aparición de Demos en diciembre pasado significó su último lanzamiento musical, González asegura que vienen más. Un grandes éxitos, primero, y más adelante un disco de cóvers. Canciones que tocaba por jugar, por pasarlo bien cuando estaba en Alemania:
-Me sentí muy bien cantando canciones que siempre me gustaron. Lo hice solo, pocas veces acompañado, casi nunca, no tengo para qué.
González dice que el trabajo de rehabilitación con los terapeutas no es demandante. Que se ha dedicado a escribir, que eso le sirve mucho. Sobre todo el ejercicio del recuerdo. Que escribe en un computador, que ahora mismo escribe sus memorias y que va en la época de España, adonde llegó en 2008, luego de residir por tres años en la Ciudad de México.
Antes de desaparecer por una puerta secreta, González lleva un gesto grave, expectante —la mirada fija, siempre desde abajo, la boca ligeramente entreabierta—, de profunda concentración. Un gesto adusto que podría ser confundido con hosquedad si no fuese porque a cada momento lo desarma para lanzar pequeñas sonrisas que contagian. Es la misma sonrisa que puede verse en una foto que le tomó su hermana Zaida hace casi un año y que ilustró una entrevista publicada en The Clinic, donde conversó con la actriz y performista Patricia Rivadeneira. Es la misma sonrisa que puede verse en otra foto de 1986, en donde González sostiene una almeja con Departamental como fondo.
Una sonrisa que vuelve a aparecer cuando habla del lugar en el que vive:
-¿Cómo fue tu regreso a San Miguel?
-Lindo.
-¿Te costó volver?
-No, nada. Estaba en La Reina. Igual rico pero más incómodo. Todo queda demasiado lejos.