Durante el siglo XX, Disney se dedicó a hacer películas protagonizadas por princesas en conflicto que usualmente eran ayudadas por terceros o salvadas por príncipes hermosos que cantaban bien. El imaginario Disney suavizó cuentos clásicos donde las princesas morían, para mostrarnos finales felices, donde terminaban casadas con sus príncipes. Daba lo mismo si esa unión amorosa suponía renunciar a quiénes eran (La Sirenita), porque finalmente era más importante estar con un príncipe que ser fiel a tu raza, o era más importante estar con un príncipe y convertirte en princesa, que trabajar conforme a tu origen (La Cenicienta).
Las mujeres que fueron niñas en los 90 crecieron de la mano de ese Disney, previo a Pixar, donde las heroínas por más aventuras que tuvieran, terminaban casándose. Era como si el matrimonio fuera efectivamente la llave secreta a la felicidad.
Sobre la realeza, fuera de los países donde todavía hay monarquía, poco se sabía de la misma más que los libros de historia o alguna que otra película de época, además de las revistas del corazón que seguían con interés sus ropas y peinados. No había una serie como The Crown en Netflix para mostrarnos lo difícil que podía ser pertenecer a la familia real. La realeza siempre quedaba como un mundo de ensueño. Para las cosas de la gente común estaba el Estado, para las fantasías que la gente común quería tener, estaba la realeza.
Hasta que llegó Lady Di.
Diana Frances Spencer nació en una familia aristocrática de Inglaterra, así que del pueblo como tal tampoco era, pero se dice era una joven más bien impulsiva y llevada a sus ideas y deseos. Una belleza peculiar pero indiscutida que quería ser bailarina pero que terminó siendo princesa.
En 1981 se casó con el Príncipe Carlos de Inglaterra, segundo en la línea de sucesión al trono, en una ceremonia que vieron 750 mil personas en todo el mundo. Fue desde ese momento y quizás un poco antes, en que Diana pasó a estar en el ojo de la cámara 24/7. Su carisma y su estilo la hicieron de inmediato un objeto de deseo para los papparazzis; parecía que la gente tenía un deseo infinito por verla, de saber más de ella. Lady Di, en calidad de Princesa, se dedicó a labores humanitarias y a criar a sus dos hijos, William y Harry, de la forma más regular que la familia real pudiera permitirle. Los llevó a parques temáticos, a lugares de comida rápida, y los involucró en sus causas humanitarias para que al menos vieran de primera fuente ese sufrimiento del que nunca iban a ser parte.
La gente siguió todo eso y más a través de revistas, diarios y televisión. Lady Di era una figura mediática y ella supo usar esa carta.
De repente, había una princesa contemporánea, que no estaba en los libros de historia sino que estaba viviendo la historia. No tenía que ver con películas de Disney, sino que la veíamos todas las semanas en la revista ¡Hola!, o en programas de TV como Corazón Corazón. La prensa y el resto de los mortales siempre querían saber más de una princesa que se vestía bien, era amiga de cantantes, de diseñadores, se preocupaba de los desvalidos y que terminó derribando el paradigma Disney cuando se divorció en 1996.
Las princesas no se divorciaban en las películas, pero en la vida real Lady Di además dejaba su corazón abierto en una comentada entrevista que dio a la BBC en 1995, donde habló desde sus problemas de desorden alimenticio hasta la poca vida sexual que tenía con su todavía marido (Príncipe de Inglaterra). Era un baño de realidad, para las fantasías de las personas comunes con la realeza: problemas de poder, inseguridades, infidelidades. Lady Di desmitificó la corona.
Luego del divorcio, los papparazzis tuvieron por fin su oportunidad de estar encima de Lady Di realmente, ya que no sólo había perdido su título de Alteza Real sino también la protección que ello implicaba. Diana de Gales supo seguir su vida a pesar de los papparazzis, y comenzó una nueva relación, con Dodi Al Fayed, heredero egipcio y productor de películas como Carros de Fuego y Hook. Hasta que ese deseo insaciable por querer saber más fue el que llevó a la persecución de la madrugada del 31 de agosto de 1997, cuando producto de un accidente automovilístico, Lady Di murió.
El pasado jueves se cumplieron 20 años de este suceso y, como cualquier ícono pop, la semana estuvo llena de homenajes, se hicieron documentales, monumentos y especiales en las mismas revistas couché que se deleitaron con ella en los 90s. Porque Lady Di rompió todos los paradigmas, incluso con su muerte.
La princesa Diana había generado empatía no sólo en Inglaterra sino en todo el mundo. Era una mujer que había sido princesa, había vivido el sueño de Disney para terminar derribándolo y mostrándole al resto de las mujeres que ese imaginario era sólo una idea, muy lejana a la realidad, de cómo podía ser la felicidad.
El impacto fue tal que la Reina Isabel tuvo que crear un nuevo estatus de funeral para ella, ya que no tenía títulos dentro de la familia real, tampoco era personaje de Estado, pero se le confirió una despedida cuya categoría fue "un entierro único para una persona única".