En la música popular hay planetas que nunca debieron encontrarse. Kiss en 1974 invitó a Rush a algunos de sus shows, pero cuando por fin llegaba el minuto del desmadre, las groupies desfilando en estampida por los hoteles y la lengua endiablada de Gene Simmons despojada del maquillaje, los canadienses prefirieron replegarse en sus habitaciones para dormir.
A The Ramones le sucedió algo similar con Talking Heads. Cuando en 1977 ambos conjuntos giraron por Europa, Joey, Johnny, Dee Dee y Tommy quedaron impactados con los hábitos de sus compañeros de ruta: preferían encerrase a leer libros antes que agitar la noche y destruirlo todo.
No era una práctica demasiado común, sobre todo en el decenio en que el rock se asemejó a una orgía infinita de excesos, aunque parecían seguir la máxima establecida sólo un par de años antes por los ingleses Roxy Music, otros incondicionales del buen gusto y la elegancia aplicada a la creación: "Mientras todo el resto prefiere destruir las piezas de los hoteles, nosotros preferimos decorarlas".
Punkies, pero retrógrados
Encabezados por David Byrne, los Talking Heads encarnaron en la segunda mitad de los 70 una manera de ver la música que subrayaba toda distancia con la naturaleza desprolija y combativa del punk, género al que equivocadamente se les vincula. Fueron rebelión, pero a su manera. Quizás en esa confusión tuvo algo que ver su cuna geográfica: irrumpieron a partir de 1974 en Nueva York, en sincronía con el despegue punk en la Gran Manzana, integrando el cartel habitual del club CGBG, la gran Meca del género.
Pero incluso en ese entorno en que todo eran chaquetas de cuero, jeans rajados y zapatillas de lona, Byrne ya intuía una moda estrecha que caería por su propio peso.
O más bien, por su escaso peso: "Algunas de las bandas de CBGB seguían a rajatabla la tradición de los arquetipos románticos del rock, con actitudes rebeldes, poses artificiales y todo tipo de gestos que imitaban de grupos anteriores. No decían nada nuevo, eran solamente versiones de segunda mano de los Rolling Stones, con las mismas ropas y posturas. Y pensé: 'veamos si podemos tirar todo esto a la basura y empezar de nuevo'".
Y lo hicieron. Educados en la escuela de diseño de Rhode Island, la agrupación empezó a elaborar un sonido acelerado, lleno de detalles, con ritmos bruscos, guitarras entrecortadas y, sobre todo, la singular voz de Byrne, que siempre parecía al borde de la paranoia.
Además, integraron expresiones que parecían despreciadas por sus compinches punkies: el funk, la música disco, el reggae, las performances artísticas y una estética dominada por el traje y el pelo bien cuidado. La inquietud del cantante por el Tercer Mundo, por todo aquello que tuviera etiqueta latinoamericana o africana, se incubó precisamente en esos años.
Con ese equipaje, Talking Heads elaboró un art rock desafiante, que estimulaba a la imaginación, de mixturas complejas y que siempre pretendía un sugerente espesor intelectual. Casi sin querer abrieron un debate que se ha perpetuado hasta el nuevo milenio: ¿debe el rock, ese ritmo salvaje, carnal y callejero, asociarse con algo tan pulcro como las escuelas de arte?
Hoy hasta a Arcade Fire ha quedado atrapado en tal acertijo. Aunque cuando llega el instante de zanjar la discusión, muchos especialistas ponen de ejemplo a John Lennon: después de todo, uno de los motores de The Beatles, era un estudiante de arte antes de dar vida al grupo que lo cambiaría todo.
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Todo mundo, mundo mambo
Parte de esa imagen que ha merodeado por décadas a Byrne y su banda es consecuencia de la prolífica relación que establecieron con el productor Brian Eno, epítome de vanguardia y experimentación en los 70 gracias a su labor con Roxy Music y David Bowie.
En esa sociedad creativa, vivieron algunos de sus mejores capítulos, como los álbumes Talking Heads: 77, Fear of music o Remain in light. Pero, abrumado por un control grupal que se le escabullía de las manos, Byrne empezó en 1981 una carrera en solitario casi tan estimulante como su anterior período.
Aunque continúo su compadrazgo con Eno en el maravilloso My life in the bush of ghosts, su mayor golpe a la cátedra vino en 1989 con Rei Momo. En una escena donde las figuras anglo habían empezado a sensibilizarse con los conflictos del sur del planeta –Sting, U2, Peter Gabriel-, Byrne se despegaba de la retórica política y social de sus colegas, y prefería la otra vía, explotar el lenguaje musical del continente, en un título donde late el sabor del mambo, la salsa, la cumbia y el chachachá.
Los mismos ritmos crecidos en la marginalidad, difundidos en gran parte desde la periferia neoyorquina, ahora estaban en manos de una superestrella. Para el mercado anglo, era el timbre de validación necesario que terminó resumiéndose en una etiqueta tan estrecha como reveladora: la world music.
Y en el caso de Byrne, se hizo aún más patente en la fundación en esos mismos años de su selo Luaka Bop, suerte de caja de resonancia para el planeta de propuestas latinoamericanas como Os Mutantes, Susana Baca, Tom Zé y Los Amigos Invisibles.
El amor por la world music dio pie a otra clase de búsquedas, pero también a la renovación. Quizás la mayor expresión de una adultez aún inquieta llegó en 2012, con otro trabajo sorprendente, Love this giant, facturado junto a St. Vincent y que nuevamente lo tenía bajo la huella de melodías inesperadas, armonías que cambian una y otra vez, y una sensación de tobogán inherente a cualquier álbum que lleve la firma de Byrne.
Un artista que prefiere salir en bicicleta en las ciudades donde hace escala y que hace unos años se embarcó en la misión de descifrar qué es eso que hace tan grande a la música, en un libro y ensayo titulado precisamente Cómo funciona la música. Byrne sigue siendo pura rebelión, aunque a su manera.