Cantarle a la pena es un arte difícil en la música pop. Principalmente porque muchos pasan por alto que la tristeza es la mezcla de muchos matices: pánico, melancolía, esperanza, resignación, soledad, dolor y rabia. Hasta puede haber algo sexy entre todo eso. Una canción triste tiene que ser mucho más que una letra deprimente y melodías lúgubres. Tiene que ser una montaña rusa, un viaje que no deje de mutar. Donde todo y nada está en juego al mismo tiempo.
The National siempre ha entendido eso. Su segundo álbum ya se llamaba (traducido) "Canciones tristes para amantes sucios", haciendo un guiño a la intimidad inescapable que implica mirar al vacío. Y durante el Siglo XXI, probablemente ningún artista o grupo se ha dedicado a explorar tanto las posibilidades de la melancolía como el quinteto de Cincinnati, que ha encontrado en Matt Berninger su maestro de ceremonias perfecto para sus fiestas tristes, con una voz barítono que puede pasar de la poesía hablada de Nick Cave y Leonard Cohen a los aullidos de un furioso Ian Curtis de un momento a otro; como un crooner borracho que se mantiene en una esquina oscura liberando su dolor mientras mira a otros bailar.
Sobre todo desde Alligator (2005) en adelante, la banda (una verdadera familia, formada además de Berninger por los guitarristas multi-instrumentistas gemelos Aaron y Bryce Dessner, además del bajista Scott Davendorf y su hermano Bryan en batería) sólo ha ido puliendo más y más un sonido absorbente y lleno de detalles, con letras que exploran la creciente angustia de ir envejeciendo.
Su regreso a Lollapalooza es significativo: la banda fue uno de los mejores números en presentarse en la primera edición santiaguina del festival en 2011. Y es que a pesar de ser una banda que le canta a la pena, nuevamente, los matices son los que separan a The National de sus pares: sus conciertos son una explosión de energía, una catarsis en donde los demonios colectivos tanto del quinteto como del público explotan en un grito conjunto. Poco separa al grupo en vivo de un conjunto de punk. Las guitarras son más ruidosas, los ritmos más pesados y los cantos más rabiosos.
Y el retorno genera aún más expectativas si se toma en cuenta que vienen con uno de los discos más elogiados del año bajo el brazo: la banda editó a comienzos de mes Sleep well beast, su séptimo álbum de estudio, trabajo que los hace mezclar las distintas etapas de su carrera, desde sus inicios ligados a las guitarras afiladas ("Day I Die", "Turtleneck") hasta su presente más atmosférico ("Nobody else will be there", "I'll still destroy you"), incorporando de paso un nuevo interés por las bases electrónicas ("Walk it back", "Guilty party"). Pero Berninger sigue consistente en su búsqueda por exorcizar sus fantasmas, esta vez apuntados fundamentalmente a la dificultad de mantener un matrimonio en la mediana edad y la ansiedad por un mundo que parece al borde del colapso.
Suena desolador, pero The National sabe que la tristeza es mucho más que eso. A través de la música, puede ir mucho más allá de una terapia; puede ser una fiesta.