Me carga cuando dicen que el festival de Viña ya no es lo que era.

Que la edición del 81 se pasó. Que antes sí venían artistas de peso. Que el monstruo está dominado. Que parece programa de televisión. Que Vodanovic la llevaba. Lo que digan.

Entre los eventos de música popular en vivo de Chile, Viña sigue siendo único. Han surgido un montón de festivales a lo largo del país y siempre parecen una versión humilde de la fiesta de la quinta Vergara.

Pero Viña está cojeando. Y cuando eso sucede simplemente te alcanzan, te cazan y quedas atrás como el animal herido de la manada.

Esta semana se anunciaron nuevos artistas para la próxima edición, entre ellos CNCO, Zion & Lennox y Ha-Ash. Dio exactamente lo mismo.

Según la alcaldesa Reginato, son las figuras que la gente pide. Suena a democracia y a declaración estudiada para que los medios acostumbrados a funcionar como estación repetidora sin cuestionamientos hagan eco. Pero no es tan así. Nadie le pregunta nada a la gente. La comisión del certamen encarga un estudio para saber qué artistas están pegando y de ahí se va acotando una lista.

Este año organizar Viña ha sido cuesta arriba. Mientras en la industria televisiva el único gráfico al alza es el de las pérdidas, cada vez hay menos presupuesto. Catalina Yudin, la ejecutiva de Chilevisión encargada de las contrataciones del festival, se fue a TVN en agosto. En verdaderos apuros, la organización de Viña externalizó los fichajes artísticos mediante una productora.

Hasta ahora cuando todavía falta amarrar un número anglo, si no eres joven no hay mucho para ver. Así el festival de los festivales traiciona uno de sus principios básicos, una regla que es parte del ADN de su singularidad: públicos de diversos gustos y edades siempre reciben oferta y se encuentran en la quinta. Viña era el último bastión de la transversalidad en torno a la música en vivo. Esa regla ahora ha quedado desterrada.

Los artistas anunciados ejemplifican la actualidad de la industria musical. Cocción rápida, pocos éxitos. A pesar de las estadísticas modernas y exactas que husmean entre reproducciones en Spotify, Youtube y la cantidad de boletos que estos nombres cortan en sus shows, han sido formulados de la misma manera en que se manufacturaba el pop anglo más comercial de comienzos de los 60, cantantes seriados difíciles de distinguir que basaban sus desempeños en singles. Un par de éxitos, luego desaparecían. No construían carreras. No comprendían el negocio de la música y los espectáculos como un proceso de mediano y largo aliento, sino que eran cogidos por un sistema donde la composición depende de otros, y la promoción se concentra en destacar logros en ventas sin disimular su condición de producto, junto con resaltar aspectos extra musicales. No son artistas sustanciosos de biografías labradas. No han tenido márgenes para el ensayo y el error. En el pop de ahora no hay tiempo para derrotas.

Por eso se nos confunden, suenan parecidos, siguen un molde, una estética más cerca de los valores mercantiles que la inspiración.

Ese es el verdadero monstruo.

Montar un festival con artistas desechables e incapaces de conquistar un espacio en la memoria.