El mundo -al menos el de la música- se divide entre aquellos que eternizan sus días de juventud como si se tratara de un museo en constante mantención y aquellos que se sacuden el ayer como si fuera una peste de la que sólo queda huir. Robert Plant siempre ha figurado en el segundo bando.
"Después de la separación de Zeppelin en 1980, yo esperé dos discos antes de salir de gira, y cuando lo hice, no toqué nada de mi antiguo grupo", recordaba el cantante a fines de septiembre en Rolling Stone, orgulloso de no dejarse devorar por el negocio de la nostalgia, el que hasta cierto punto ha paralizado los años de adultez de coetáneos como The Who, Black Sabbath, Roger Waters y su propio ex camarada Jimmy Page: el apego desmedido hacia el rescate pretérito ha terminado por eclipsar sus últimos cartuchos antes del hasta siempre definitivo.
Y desde el pasado viernes, el inglés ha obsequiado otras muestras de su idea de avanzar sin transar, a través de su última entrega, Carry fire, firmada junto a su agrupación de esta década, Sensational Space Shifters, y que parte de la prensa especializada ya califica entre lo mejor del año, justo al lado de nombres que desbordan pura modernidad, como The National o LCD Soundsystem. Pero Plant ha hallado la llave hacia su propia modernidad, tal como sucedió hace tres años con su anterior álbum, Lullaby and… the ceaseless roar, también escogido como lo más brillante de esa temporada y que lo hizo alcanzar una dilatada renovación generacional, con episodios como su paso por Lollapalooza Chile, entre DJs y bandas barbudas de última generación.
"En este disco, sus huesos se sienten viejos, pero el sonido es muy fresco, incluso si el registro no hace concesiones con la actualidad. Es otra muestra de su actual caudal creativo", reseñó el sitio Allmusic, casi como si el artista que el 20 de agosto de 2018 alcanzará los 70 años estuviera al fin encontrando su madurez plena.
De algún modo, llegar hasta ese punto tardó décadas. Cuando en 1980 la muerte del baterista John Bonham precipitó la disolución de Led Zeppelin, el intérprete se rearmó con rapidez e inauguró una carrera en solitario que continuaba la estela del período más resistido por los fans del grupo, aquel epílogo cristalizado por In through the out door (1979), el álbum donde Plant aparece como una fiera domesticada por sintetizadores, baladas de amor y una voz sedosa, lejos de la bestialidad de sólo unos años atrás.
Los nuevos rumbos fueron el eje de sus travesías ochenteras, con portadas horrorosas -como Pictures at eleven (1982) o The principle of moments (1983), muy lejos del arte esotérico y críptico de su ex agrupación- que lo mostraban con pelo escarmenado, chaquetas, zapatillas y pose despreocupada, todos los estereotipos de los astros del pop en ese decenio. El biógrafo de Zeppelin, Stephen Davis, ha postulado que el artista en ese entonces quiso sepultar todo vínculo con el repertorio de los 70 que lo convirtió en leyenda, debido a los reconocidos acercamientos de Page con la magia negra, los que coincidieron como telón de fondo de los capítulos más trágicos de su vida, como la muerte de su hijo, un accidente que le impidió caminar por seis meses (debió grabar en silla de ruedas) y la propia separación de los hombres de "Black dog".
Pero a fines de los 80, la intransigencia del británico con su pasado -"valentía", según apuntaron algunos críticos- parecía ceder. La reunión de Zeppelin en 1988 para el aniversario de Atlantic Records y el tour conjunto de Page & Plant a mediados de los 90 retrataban a un hombre que había caído en la trampa de la retromanía. Incluso, en esa misma etapa surgió un renovado culto por el conjunto, con ilustres como Soundgarden, Stone Temple Pilots, Primus, The Black Crowes o The Stone Roses que cogían distintas costados de su herencia, desde su ardor narcótico hasta su fragilidad acústica.
Pero Plant nuevamente estrelló todo contra la pared. Cuando estaba cerca de transformarse en otro residuo arqueológico, dio el golpe de timón que definiría su futuro hasta hoy: acentuó su aproximación al catálogo de África y Oriente -muy lejos del cuerpo y la instrumentación del rock más convencional- y convirtió su antipatía con el pasado en su bandera de lucha. Tanto que, hasta hace no mucho, culminaba las entrevistas de golpe y cortaba el teléfono cuando los periodistas llegaban a la hostigosa pero necesaria pregunta acerca de un ensoñado retorno de su banda madre.
También lo hastiaban las consultas acerca de las reediciones del catálogo zeppeliano, todas estimuladas por Page, intuyendo que ya no había nada más que hurgar en esa acotada mina de oro (de hecho, tal proyecto ha resultado decepcionante en su labor de revelar nuevas luces de la obra del cuarteto).
Hoy el frontman prefiere el lenguaje de instrumentos como el dyembe, la tabla y el bendir, además, según ha precisado la crítica, de modificar para siempre su timbre interpretativo a un registro más pausado, elegante y femenino. Y aquella intención de desligarse para siempre del conjunto de su juventud no es del todo cierta: en su último título, hay temas como New world… o Bones of saints que siguen sonando voluptuosos, como el rock de voltaje heroico que el mismo ayudó a inmortalizar. La diferencia es que Plant prefiere hoy marchar en solitario. Las compañías y las amistades forzadas por los millones de dólares no forman parte de su actual geografía.