La reciente Palma de Oro en Cannes a The square vino a consagrar al sueco Ruben Östlund, autor, entre otras, de Play y Fuerza mayor, dos imprescindibles. Con este aparente acto de justicia, y como suele pasar en estas instancias, no necesariamente se premia lo mejor que el galardonado tiene para ofrecer. Eso sí, se alienta la versión östlundiana que más parece nutrirse de la propuesta de Michael Haneke (otro regalón de Cannes, el de La cinta blanca y Amour). Para bien y para mal.

Como en Fuerza mayor, en The square las imágenes certeras y significativas juegan con lo accidental y lo imprevisible, también con la barbarie como pesadilla del ciudadano ilustrado. El protagonista es Christian (Claes Bang), curador en jefe de un museo de arte contemporáneo en Estocolmo. Un trabajo tranquilo y redituable cuyos mayores desafíos parecerían estar en explicarle a una periodista (Elisabeth Moss) qué quiso decir cuando usó una jerga posmo/indescifrable para referirse a su más reciente instalación, The square (obra de una artista y socióloga argentina que propone un ideal comunitario que acoge a todos los ciudadanos).

Eso sí, al museo están yendo tres gatos y a Christian lo conminan a tener más convocatoria. Para peor, y justo cuando cree haber hecho el bien a sus semejantes, este divorciado y padre de dos niñas es víctima de un robo que lo lleva a un lado de la ciudad que no conoce ni quiere conocer (por más que reivindique, a la hora de los cócteles, a quienes ahí viven).

Se ha dicho de esta sátira oscura que desnuda y desenmascara. Que revela lo que somos cuando no nos ponemos nuestras caretas biempensantes ni tenemos que dar pruebas de civismo elemental. Que desnuda instintos animales de supervivencia visibles en la socialdemocrática Estocolmo y en otras latitudes. Pero ese es el comienzo.

He acá una epopeya moral tremendamente ambiciosa, un retablo que toca multitud de aspectos de la contemporaneidad, varios de los cuales se traducen en planos y escenas que expresan con lucidez las paradojas y sinsentidos de la experiencia. Esto entraña riesgos, uno de los cuales es limitar o disminuir a personajes que dejan ver los hilos manejados por el gran titiritero. Este gusto por la alegoría y la crueldad, tiñe a un reparto que, como la audiencia, es empujado a la humillación. De ahí que se active por momentos la alerta de naufragio épico y que la narración se instale con sus tesis por encima del mundo. Pero ni siquiera entonces la película pierde sus gestos reveladores ni su espíritu inquieto. Por eso importa y por eso vale.