Si las grandes películas son bastante más que un conjunto de buenos momentos flotando en un mar de imágenes intercambiables, entonces no hay dónde perderse: The square está solo algunos peldaños más arriba de los estrenos del montón. Lo notable es que haya ganado Cannes, porque esta corona normalmente, aparte de reverencias, es un pasaporte directo a la gloria.
Mi impresión es que no se la merece. El nuevo trabajo de Ruben Östlund es más ruido que nueces. Östlund había dirigido Fuerza mayor una cinta inteligente sobre la reacción de un padre de familia que, con ocasión de una avalancha en un centro invernal, arranca y abandona a su familia sin pensarlo dos veces. La conducta le significaba el hundimiento de su autoridad en la familia y era el golpe definitivo a la relación con su esposa. La cinta se tomaba las cosas muy en serio. En The square, en cambio, el realizador se las toma con bastante cinismo y en principio la cinta adscribe al género de la comedia. Su protagonista es el titular de un museo de arte que está a la caza de benefactores. El tipo tiene manejo, es joven, guapo, moderno, culto, sensible -un astro en las verdades políticamente correctas de una sociedad satisfecha-, pero la cinta no es más que una malévola trampa para poner al desnudo sus fragilidades e inconsistencias. No solo las suyas: también las del mundo en que se mueve: museos capturados por el esnobismo, trabajos artísticos que oscilan entre la banalidad y la estupidez, ínfulas que conectan la vanguardia con el beau monde, cenas benéficas empingorotadas y ostentosas… No falta de qué reírse. El combate por cierto que es desigual. El protagonista está sentenciado desde el primer momento y, gústele o no le guste, el fallo se cumplirá. Claro que habrá que esperar dos horas 20 de proyección para que se ejecute y eso es parte del problema de esta realización brillante y machacona a la vez.
La idea quizás más interesante de esta experiencia tiene que ver con los límites. Con los límites del arte, con los límites del discurso políticamente correcto, con los límites de la modernidad, incluso con los límites de resistencia del espectador a situaciones incómodas e ingratas, plano en el cual estas imágenes llegan hasta el abuso. La vida del protagonista comienza a derrumbarse el día que le roban un celular. Un amigo le da la mala idea de discurrir una operación para recuperarlo en un barrio popular. El asunto del robo se va complicando al mismo tiempo que los preparativos de la exposición que el museo tiene prevista. El encuentro casual con una periodista en una noche de sexo y embriaguez hará el resto para que la laboriosa construcción de imposturas y duplicidades en que se mueve el protagonista se vaya al diablo.
¿Es una película enteramente desechable? Por cierto que no. Varias veces, sobre todo cuando no quiere epatar, la puesta en escena roza momentos espléndidos. Algo -más de algo, en realidad- las sociedades desarrolladas no están haciendo bien para que la pregunta fundamental del género de la comedia -¿no estaremos acaso todos locos?- no se vuelva ineludible. La realización quiere obviamente llevar las cosas hacia allá. El problema es que su realizador se sitúa al formularla en un plano -el de la superioridad moral- que no es muy distinto al de su propio protagonista, que creía sabérselas todas y en el fondo no es más que un renacuajo. Como cualquiera, por lo demás. Si, ya lo sabíamos: eso es lo que somos. Solo que a algunos se nos nota más y a otros menos. Habría sido fantástico que este cineasta talentoso y engreído lo hubiese tenido en cuenta al momento de filmar.