El protagonista y narrador de Cuaderno esclavo es alguien totalmente poseído por las numerosas lecturas que ha emprendido con voracidad, al punto de que su existencia, la relatada en esta especie de diario salpimentado con divagaciones de toda índole, sería efímera, o al menos escuálida, si no dispusiese de una inmensa cantidad de citas o alusiones literarias para describir o apuntalar las experiencias propias, que son las de un joven de 27 años en búsqueda de algo difuso. El recurso llega a ser un tanto cansador, por supuesto, ya que un tipo que constantemente le comunica al lector sucesos como que anhela escribir un poema "donde yo ocupe el lugar de Odiseo en Carta a una mujer de Esenin", o que en el día de su cumpleaños sueña con Vicente Huidobro y García Lorca, o que pasa la noche oteando la calle Carmen "como Fernando Pessoa miraba la tabaquería de enfrente", o que va a comprar un ventilador "que me hiciera sentir como Paul Bowles en Tánger", no es, a fin de cuentas, un tipo de carne y hueso, sino un ente hecho de palabras y pensamientos ajenos.
Diferente es el asunto cuando el narrador habla de su juventud en Puerto Montt a raíz del suicidio del chilote César, un buen compañero de aquella época. En esas 30 páginas, este cuaderno deja de ser esclavo del resto -del sinnúmero de lumbreras citadas- y cobra vida propia, convirtiendo de paso a César, un aventurero ilustre, en el personaje más entrañable de los muchos que por aquí circulan. "No puedo dejar de pensar en César como una mezcla de la Mistral y Kafka, un isleño gay, que conocía al dedillo todas las historias del antiguo testamento, capaz de recitar centenares de poemas de memoria (…), un entusiasta de la música dance capaz de convertirte a su credo en una sola noche de baile, un conversador capaz de desenterrar los vocablos más misteriosos del castellano y hacerte reír con ellos. Otro marica indeciblemente bello y muerto".
La mayor parte del texto consiste en un viaje largo a Río de Janeiro que el protagonista emprende luego de terminar su relación con E, una mujer que, a juzgar por las divagaciones del escribiente en torno al amor, nunca fue su media naranja. Poco antes, el joven había extraviado un cuaderno con diversas anotaciones, tragedia que explica el título y la existencia del libro. En buena medida, el presente ejercicio trata acerca de la imposibilidad de recuperar lo perdido: "Si intento reconstruir de memoria los contenidos de ese otro cuaderno, si éstos se filtran incluso involuntariamente en mi escritura, si no pienso en él, y aun así lo domina, ¿es este cuaderno un esclavo del otro?".
Rodrigo Olavarría, el autor de Cuaderno esclavo, nació en Puerto Montt el año 1979, estudió Literatura en Santiago y se convirtió luego en escritor y traductor (su reciente versión del Aullido de Ginsberg es célebre). Ha publicado un poemario, una novela y ahora se lanza con esta recolección de pensamientos, instantes, recuerdos, evocaciones y citas que, sin aventurar demasiado, dadas las similitudes expuestas por el narrador, tiene un evidente trasfondo autobiográfico. Pero el exceso de amor por el insoportable y metafísico Gombrowicz, la insistencia en la genialidad forzada, en la idea peregrina cincelada en bronce, más la superabundancia de autores y músicos convocados (la falta de contención al respecto ha de ser la razón de que se repita un mismo fragmento de Julio Ramón Ribeyro), tiende a difuminar al autor, o a convertirlo en alguien que cobra más interés cuando se refiere al resto que a sí mismo, condición que, supongo, vendría a ser contraria a las prioridades de un libro como éste. A menos que Olavarría haya pretendido que Keats, Vallejo, Jarry, Cobain, Bukowski, Auden, Benjamin, Vonnegut, Baudelaire, por mencionar sólo a una fracción mínima entre los aquí reunidos, se expresen por él cuando hablan.
Cuaderno esclavo
Rodrigo Olavarria
Hueders, 2017
148 pp.
$ 12.000