Hablar de Plácido Domingo es hacerlo de una leyenda, por lo que como tal, sólo se le aclama. Debido a lo mismo, en cualquier escenario es una figura segura. Un nombre que atrae a un público masivo o que se comporta como tal. Su carisma vocal y su indudable profesionalismo lo han convertido en una de las pocas estrellas líricas que agota entradas. Y no puede ser de otra manera.
Incansable, hoy, pese que a su edad muchos intérpretes ya se han retirado, él persiste. Porque guste o no su nuevo repertorio baritonal -que canta como tenor con algún intento de cambio de color en su voz- está ya plantado sobre los escenarios y en la retina de una audiencia que trasciende lo operístico y ovaciona un programa que puede llegar a ser incluso farandulero.
Un concierto, con él de protagonista, es un espectáculo. Ya sea al aire libre para miles de personas o con un aforo acotado, como sucedió en el que ofreció el jueves junto a la soprano portorriqueña Ana María Martínez y la Orquesta Filarmónica de Bogotá, dirigida por Eugene Kohn, en la sala CorpArtes, en la primera de sus dos presentaciones en Santiago (la segunda es mañana en el Estadio Nacional). Porque en esta no sólo desembocaron ellos, sino también su hijo Plácido (con Adoro y Sabor a mí) y el guitarrista Pablo Sáinz Villegas (con un Libertango, de Piazzolla, de gran calidad). También Verónica Villarroel -que se encontraba entre el público- subió ante la aclamación del público y el llamado del propio cantante, para así terminar todos con Gracias a la vida, de Violeta Parra.
Domingo es un artista con oficio y expresivo. Quizás ya no presente esas grandes cualidades de antaño, como sus suaves líneas de legato y su naturalidad en el canto; puede que hoy el volumen poco lo acompañe -con momentos imperceptibles-, y que no todo lo que en afronte en la actualidad sea de aplaudir, pero conserva la firmeza de su voz y seduce con interpretaciones profundas, sumado a una simpática picardía y complicidad con la pareja artística que lo acompañe.
El programa elegido fue exigente y de larga duración. Con una primera parte dedicada a la ópera, el tenor abrió con 'Nemico della patria' (Andrea Chenier, de Giordano), una de las grandes arias para barítono que no debiera asumir, pero la cantó con dramatismo, y abordó adecuadamente 'Di provenza il mar' (La Traviata, de Verdi).
En sus dúos con la soprano, y a pesar de que se requiere de una tesitura flexible, interpretó con sufrimiento al padre de Luisa Miller; con encanto encaró a Don Giovanni en 'Là ci darem la mano', y desbordó simpatía en el infaltable, pero de gran belleza, Lippen Schweigen, de 'La viuda alegre de Lehár', esta vez en una inusual versión en español.
En el segundo tramo vino una seguidilla de temas de musicales y de zarzuela coronados por un caballito de batalla, la romanza 'No puede ser' (La tabernera del puerto, de Sorozábal), que, aunque con cierta dificultad, la cantó con carácter.
Tema aparte fueron sus acompañantes. Ana María Martínez tiene una voz lírica homogénea, de una belleza tímbrica común, que pareciera querer abordar todo tipo de repertorio, pero su versatilidad no es tanta, porque ni Verdi ni Mozart se ajustan a su canto; además, debiera imprimir una mayor diversidad expresiva a sus interpretaciones y corregir la dicción, pero se afiató en un juego escénico con el tenor. Y aunque el director Eugene Kohn presentó algunos problemas estilísticos, como ya es un asiduo de los conciertos de Domingo, se complementa con el cantante.