Jorge González: un año de silencio

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El 7 de enero de 2017, en el Estadio Nacional, el ex Prisionero se subió por última vez a un escenario para cantar como lo hizo durante toda su vida. Tras ello, inauguró una etapa donde prácticamente ha perdido el habla y se ha visto en la obligación de alejarse cada vez más de la música.


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"El baile de los que sobran", Los Prisioneros

Las letras que cierran el himno mayúsculo de la cultura popular chilena, la canción de Los Prisioneros cuya brutal vigencia siempre entristeció a Jorge González, fueron las últimas frases que el artista interpretó sobre un escenario, la noche del 7 de enero de 2017 en la Cumbre del Rock Chileno en el Estadio Nacional, show publicitado como el último de su carrera.

Después, el viaje de vuelta a su departamento en San Miguel, el retiro, la reclusión, la rutina diaria de un músico obligado a dejar de serlo, los cerca de 365 días masticando el nunca más a la única vida que conoció.

"Él está tranquilo con esa decisión, saliendo adelante, tratando de continuar de alguna forma vinculado a la música. Todavía le quedan muchas ganas", cuenta su padre, el también cantante Jorge "Koke Rey" González, el único familiar que hoy vive con el intérprete.

"Él está asumido en esta nueva realidad. Por lo demás, siempre fue un creador más de estudio que se tuvo que acomodar a ser un músico de show en vivo. Le gusta la rutina más concentrada en la producción, lo de los conciertos fue algo que debió aprender en el camino. La gente se acostumbró al Jorge que cantaba 'La voz de los 80', pero eso ya no va más, ahora es otro tipo de persona", agrega su hermano, Marco González.

"Yo nunca más he hablado con él como si existiese la idea de que va a volver a tocar. Puede ser un poco triste, pero lo tiene asumido. Es como un jugador que se retiró y no tiene nostalgia. Es típico que existe ese futbolista que se retira, y está en el vestuario y extraña el olor a césped y todo eso. Aquí no. En principio porque él sabe que no puede. Sabe que volver a tocar le generaría un estrés muy alto, una situación que él ni siquiera podría manejar, además de estar consciente que cualquier cosa que tenga que ver con la música le cuesta un montón. Por eso cuando se decidió por el final, lo decidió de verdad", dice Gonzalo Yáñez, su ex compañero de banda y su amigo más cercano.

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El punto final de esa jornada de enero en Ñuñoa inauguró el año más silencioso de González no sólo porque se resignó a nunca más subirse a un escenario y enfrentarse a una audiencia; también por el progresivo avance de las secuelas del infarto isquémico cerebeloso que se le diagnosticó hace casi tres años, el 8 de febrero de 2015.

Según cuentan sus familiares y sus cercanos, el daño provocado en el lóbulo frontal de su cerebro, el área encargada del lenguaje, lo ha hecho prácticamente perder el habla, con una capacidad de comunicación que hoy es muy baja. Sólo responde con palabras funcionales o conceptos reducidos a ciertos estímulos y no puede articular frases demasiado extensas, por los problemas que también presenta para modular. Un síndrome que bajo las denominaciones médicas se conoce como afasia de expresión.

Para su círculo, el golpe ha sido duro: el hombre que levantó parte de su leyenda con una retórica volcánica y una locuacidad incendiaria, junto a algunas de las letras más lúcidas e inventivas del cancionero nacional, hoy está atado al silencio.

"Ahora es una persona muy retraída, porque esta enfermedad es así, es bien compleja. Las cuerdas vocales quedaron muy dañadas con lo que le pasó", comenta su padre. Su hermano coincide: "Ya habla muy poco. Le cansa todo lo que tiene que ver con la modulación. Podría definir su actual estado como de menos oratoria y más acción".

Otro de los efectos del ataque cerebrovascular es la parálisis de casi la totalidad del lado izquierdo de su cuerpo, incluyendo su brazo, por lo que también está impedido de tocar con normalidad cualquier instrumento. Puede caminar sin asistencia algunos tramos cortos, pero cuando se trata de desplazamientos más extensos, o cuando hay escaleras o superficies con alguna característica especial -ramplas, tarimas o espacios más empinados- requiere la ayuda de sus cercanos.

Aunque el año pasado realizó entrevistas con algunos medios para ciertos eventos específicos —como la presentación de su autobiografía en mayo o una emisión radial en un local de Audiomúsica en julio—, en las últimas semanas sus cercanos han descartado las apariciones públicas. Por ejemplo, a principios de noviembre fue invitado a TVN para ver en un auditorio el estreno del documental El viaje de vuelta (que resaltaba su legado y que antes vio de modo privado, elogiando su contenido), pero finalmente su familia optó por no llevarlo.

El consenso general entre sus allegados es que su estado de salud se ha estancado, sin presentar progresos determinantes. Pese a ello, las distintas voces consultadas también destacan que su ánimo no ha decaído de manera severa y que no ha perdido la capacidad de sonreír cuando algo le agrada o le causa gracia.

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Gimnasia y afectos

Como ciudadano González, sin la presión de la vida entre las giras y los mandatos promocionales, su rutina también se ha estabilizado y cada día sigue un guión definido. Para partir el día, se despierta alrededor de las siete de la mañana. Su padre lo baña y lo viste con total tranquilidad.

"Lo lindo de esto es que nuestra relación ha vuelto a ser como la que teníamos cuando él era un niño. Lo cuido y me encargo de él como hace mucho, cuando la vida empezaba. Doy gracias por esta nueva oportunidad, porque cuando tuvo el accidente le dieron sólo meses de vida y ahora ha aguantado muchísimo más tiempo", recalca "Koke Rey".

Tres veces a la semana va a la clínica Meds para realizar ejercicios en el gimnasio y para reforzar la parte kinésica, o sea, la coordinación de los movimientos corporales. Hace varios meses que dejó de ir al Instituto Teletón Santiago, ya que el tratamiento diario que empezó en 2016 tenía una duración acotada y le sirvió para corregir la articulación de las rodillas, los talones y los tobillos.

Bajo esa agenda, sus tres familiares más directos se han distribuido los roles en torno a su cuidado. Por ejemplo, Marco está ocupado de sus finanzas y de sus proyectos más recientes, como la autobiografía y un álbum triple que recoge una cincuentena de demos de su vida solista, iniciativas a la que se sumarán otras similares en el futuro inmediato; su hermana, la reconocida fotógrafa Zaida González, está concentrada en la parte médica y en todas las diligencias que guardan relación con su salud; y a su padre finalmente le corresponde la custodia doméstica, el bienestar de su hijo sobre todo en sus fases más sensibles, en las mañanas y en las noches.

Pero el presente de González no sólo implica una disciplina rigurosa. Cuando llega el minuto de divertirse, se reúne con el otro grupo de personas que cumple un papel fundamental en su lenta recuperación: los músicos que hasta enero de 2017 constituían su banda de apoyo, contingente integrado por Gonzalo Yáñez, Pedropiedra, Jorge Delaselva y Felipe Carbone. Con ellos se ve al menos una vez por semana y tienen como refugios favoritos las parrilladas La Uruguaya y el restaurante San Remo.

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Ratones paranoicos

También es el instante que aprovecha para escuchar música en compañía —en especial vinilos— y para sentirse vinculado a otros con la misma pasión. El menú para tales citas está dominado por el soul y el funk de los 70, con nombres como Chic y The Stylistics, o el new wave que pegó una década después, encarnado en la banda alemana Alphaville, uno de los fetiches a la hora de activar la aguja del tocadiscos. También ha llegado a descubrir y valorar a los insignes de la nueva generación, como el cantautor británico Ed Sheeran, furor en un mundo que remite más a los millennials y a YouTube.

Pero no todo es oír música bajo la inquieta curiosidad del melómano. Cuando se junta con sus compinches, uno de sus mayores placeres es la banda argentina Ratones Paranoicos, histórica réplica bonaerense de The Rolling Stones y que tiene en su cantante Juanse a una caricatura del rockero bohemio, trasnochado y con un discurso que parece filosofía existencial disparada desde la barra de un bar.

Hasta hace no mucho, uno de los videos que más lo hacía reír era una presentación en conjunto de Charly García, Pappo y Juanse, una suerte de trinidad del rock trasandino de acento arrabalero. De alguna manera, su padre tiene razón: el ex Prisionero está retornando a algunos puntos de inicio de su existencia, como cuando en los 80 se burlaba de las poses forzadas de astros como el propio Charly.

Cuando llega el minuto de estar solo, González también parece internarse en otro universo. Levantó un pequeño estudio en su departamento, donde pasa horas explorando sonidos y nuevas formas de grabar que se acomoden a los impedimentos con los que hoy batalla su organismo. No ha vuelto a componer canciones en este último año, pero a cambio ha preferido escribir historias de gatos y dragones, las que podrían ver la luz en un futuro libro. Su hermano también tiene razón: el sanmiguelino, además de un letrista brillante, siempre fue un obsesivo detallista de la faena en estudio.

Son las vías que baraja para seguir cerca de la música, la única forma de vida que conoció hasta ahora. Y justo en el año en que, como nunca antes, ha debido convivir con algo tan ajeno para su figura como el silencio.

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