A pesar de, o quizá debido a, sus métodos radicalmente novedosos de cortes repentinos, superposición de voces, infinidad de referencias ocultas y expresas, cuando el poema La tierra baldía apareció en 1922 pudo ser considerado menos una obra maestra de la literatura modernista que una broma o un agravio.
Es cierto que lucía bastante raro: sus cerca de 400 versos parecían, como dice en uno de ellos, "un montón de imágenes rotas", un ensamblaje de lo sombrío -abusos, muertes, guerra, ríos contaminados, paisajes estériles- y escenas de vodevil. Era como si alguien, un "yo" que va cambiando, observara o escuchara las vidas de otra gente, asomando pedazos de conversación, en distintos lugares. En el poema convivían varios idiomas, aunque incluso las partes en inglés hacían pensar en una tomadura de pelo ("tuit tuit tuit", se lee en un verso; "yag yag yag yag", en otro, onomatopeyas convencionales del canto de pájaros).
Lo cierto es que La tierra baldía resultaba ser el corolario de la zozobra, en parte personal y en parte histórica, de una época de profunda angustia de su autor. Estadounidense de refinada educación, T. S. Eliot estaba afincado en Londres desde 1914, donde hizo amistad con su compatriota Ezra Pound, quien lo introdujo en el mundo literario inglés. Pasó de profesor a empleado bancario, con su labor literaria. También vivió en medio de las batallas de su esposa, Vivienne Haigh-Wood, con la enfermedad mental y física; él mismo caerá en la depresión y en quiebres nerviosos. Hacia 1921 llegó a un punto de colapso, en cuya convalescencia comenzó a armar lo que sería La tierra baldía.
A petición de Eliot, Pound emprendió una revisión del manuscrito. Cortó largas secciones y recomendó adiciones. Cuando se publicó en su forma definitiva, tenía la mitad de su longitud original. En vez de una voz única hay una polifonía de ellas: aristócratas europeos desclasados, mujeres neuróticas (una podría ser Vivienne), habitantes de los bajos fondos discutiendo en un bar, un par de tenores wagnerianos. Por otro lado, el texto recurre a la cultivada formación de Eliot: algo de leyendas artúricas, resonancias de Shakespeare u Ovidio, alguna línea de Baudelaire o Nerval; mitos de muerte y resurrección, alusiones a religiones occidentales y orientales.
De todo este complejo rompecabezas de referencias culturales y poéticas han hecho una cuidadosa traducción Braulio Fernández Biggs y Juan Carlos Villavicencio. Entre nosotros La tierra baldía fue tempranamente conocida en una versión castellana del portorriqueño Ángel Flores, que apareció en España como plaquette en 1930 y que circuló en Chile en la Antología de escritores contemporáneos de los Estados Unidos, de Bishop y Tate (Nascimento, 1944). Hubo alguna otra traducción chilena (de Flavián Levine: La tierra desechada, 1965), pero esta nueva versión no sólo responde a la saludable costumbre de que distintas generaciones traduzcan grandes obras sino que incorpora parte de la inmensa y creciente producción erudita en torno a Eliot. Esta traducción se acompaña de notas, además de la notas de Eliot.
Porque las cinco partes de La tierra baldía en realidad son seis. Supuestamente los editores temían que el poema solo fuera demasiado corto y para alargarlo el autor agregó un apartado de notas que suelen ser tan raras como el poema mismo. Hay referencias (San Agustín, un manual de observación de aves, obras de teatro del siglo XVII), pero otras parecen chistes: "No conozco el origen de la balada de la cual están tomados estos versos; me fue informado desde Sydney, Australia", anota Eliot. Es una de sus ironías burlarse del tipo de sabiduría crítica que muestran sus notas y sus cuidadosos desentrañamientos.
La edición de Fernández Biggs y Villavicencio sirve de introducción a todos estos asuntos. No sólo es correcta sino inspirada, aunque asalta la duda respecto del verso 142, cuando alguien le aconseja a una mujer que como vuelve su marido de la guerra, mejore su aspecto ("arréglate un poco" es la versión usual de otros traductores), que ellos traducen como "sé un poco más viva", como si fuera cuestión de astucia. Sus notas son incluso novedosas: la mención a una golondrina se indica como referencia a El príncipe feliz de Wilde, aunque otros críticos ven un poema de Tennyson.
Después de todo, las notas dan para casi cualquier cosa. La idea de una versión anotada de La tierra baldía se enfrenta a la pregunta de dónde detenerse, porque las fuentes del poeta incluyen versos, sermones, cartas, avisos de publicidad, personas que conoció, frases que escuchó, etc. Respecto de este poema existen la edición facsimilar de los manuscritos que hizo Valerie Eliot en 1971, las críticas de Michael North (Norton, 2001) -en la que se basan Fernández Biggs y Villavicencio- y Lawrence Rainey (Yale, 2005). Además de la nueva edición de los poemas de Eliot (Faber, 2015) a cargo de Christopher Ricks y Jim McCue, quienes entregan 160 páginas de densas y breves notas sobre el poema, incluyendo una sobre las versiones de la balada de Sydney mencionada por su autor.