Bienvenido, Haití
"El show no lee a la pobreza como algo exótico ni hace turismo miseria. Por el contrario, entiende su necesidad en tanto lazo con el espectador: desde el primer capítulo describe las condiciones de vida del país para explicar con eso las razones que motivan la migración haitiana a Chile".
Es interesante la decisión de Canal 13 de poner dos programas de la periodista Sol Leyton este verano en el horario estelar. El primero, que se ocupa de la vida en Islandia (Islandia, tierra de hielo y fuego), va los sábados por la noche y reemplaza a Lugares que hablan. En él se pueden apreciar las mejores virtudes de Leyton como reportera de viaje, las que tienen que ver con su modo de alejarse de la intensidad de la aventura y sumergirse en el paisaje, al que casi siempre describe al modo de un descubrimiento íntimo que la cámara capta y comparte. Esto se debe a que Leyton posee un estilo que tiene que ver más con la contemplación que la peripecia, al modo de un goce tal vez silente y lírico. Entonces, su mirada de Islandia se enmarca en esa zona: la de alguien que sale a buscar una belleza (la de un país en un perpetuo crepúsculo) que resulte epifánica y conmovedora en su exhibición .
Por lo mismo, es importante que el otro programa (Adiós Haití, que va los lunes en la noche) trate de la vida en dicho país. Se trata de un ejercicio complejo pues si Islandia se nos ofrece como una utopía de belleza congelada, Haití es un infierno hecho de pobreza, hambre y abandono. Leyton y su equipo lo recorren con cuidado, con la delicadeza de quien aspira a describir un mundo insoportable, que es registrado de modo directo, sin eufemismos pero tampoco con un afán de explotación. Así, en los tres capítulos exhibidos avanzamos por calles hechas de puro barro, vemos las secuelas morales y materiales del terremoto, escuchamos a ciudadanos que sobreviven con lo puesto entre sitios eriazos llenos de plástico, basurales quemados, aguas estancadas y una hambruna permanente. Leyton, para narrar todo lo anterior, no se espectaculariza a sí misma: deja que los otros hablen para narrar las dificultades de la subsistencia diaria en un lugar en que la educación es carísima, no hay agua potable, existe un médico cada diez mil habitantes y donde no hay ni hubo demasiado futuro. Vemos así a madres adolescentes y niños enfermos; vemos avenidas rodeadas de basurales y a campesinos que se guardan puñados de arroz en sus bolsillos mientras paseamos por mercados donde los mismos locales no pueden comprar o escuchamos a ciudadanos reflexionar estoicos sobre qué significa sobrevivir en esas condiciones extremas, tratando de comprender su lugar en un país destruido moral y materialmente. Ahí, la belleza de la naturaleza es hostil y Leyton y los suyos apenas ofrecen imágenes de consuelo: mujeres bañándose en un río al terminar el día, personas bailando en privado, el rostro aún inocente de niños en medio del desastre cotidiano.
Leyton no explota nada de aquello y ese es su principal mérito. Su mirada se aleja del reportaje sensacionalista y responde a otras lógicas, evitando cualquier drama, cambiando la perplejidad por empatía, pues narrar al otro significa finalmente comprenderlo. Aquello termina de dotar de sentido a Adiós Haití, pues evade lo turístico al proponerse como un apunte al vuelo de la realidad. En ese sentido, el show no lee a la pobreza como algo exótico ni hace turismo miseria. Por el contrario, entiende su necesidad en tanto lazo con el espectador: desde el primer capítulo describe las condiciones de vida del país para explicar con eso las razones que motivan la migración haitiana a Chile.
Y es aquí donde el show adquiere urgencia. Si Islandia es un paisaje imposible y casi irreal, Haití es una sombra que aborda el presente diario chileno. Leyton trata de explicarlo para hablar de lo que sucede acá; busca algo parecido a su alma para ver cómo afecta o qué sentido tiene en la nuestra. De esta forma, las coordenadas de los otros son pistas para un mapa de lo propio. En ese sentido, el periodismo de viajes no se plantea como una huida sino como una reflexión sobre lo inmediato, haciendo como de las calles de Puerto Príncipe un barrio más de Santiago.
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