Nunca he podido escribir un obituario. Tengo problemas con referirme a las personas recién muertas. Muchas veces he tenido ganas de hacerlo, pero no puedo, los escrúpulos me congelan. Revelar la personalidad de quien acaba de morir es un talento que no poseo. Admiro a los que son capaces de traspasar sus temblores de forma directa al papel. Y, por supuesto, siempre leo este tipo de textos, que me parecen un género literario en sí mismo. Los obituarios son la manera de hablar de la muerte, una y otra vez, bajo el mismo formato. Mezclar datos con recuerdos propios o ajenos hasta lograr un retrato convencional de los personajes. No se escriben obituarios contra alguien, la crítica desaparece de ellos. Por eso casi todos los muertos consagrados terminan siendo admirables, incluso cuando hacen gala de sus peores defectos.
Hace unos meses estuve empeñado en contar que había muerto el artista Vito Acconci. Lo conversé con un amigo, que también lo admiraba. Fui a los registros que se encuentran de él en la red. Están los videos en los que trabaja con los límites de su cuerpo, con su sexualidad y sus pulsiones más animales. Una de sus obras consiste en una exposición abierta al público sin nada en las paredes. Bajo el suelo de la galería, escondido, está Vito Acconci masturbándose y escuchando lo que dicen los perplejos visitantes. Si sus performances e instalaciones tienen algo que ver con Chile, es a través de la obra de Carlos Leppe. La conexión entre ambos es tremenda. Estuve horas insomnes especulando con la influencia de Acconci en el arte de los años ochenta mientras veía sus documentales. Más allá no pasé. Se murió lejos y como un prócer. Si yo admiraba sus obras, su poesía, su feroz elegancia, a quién le importa. Es tarea de los expertos en arte actualizar esos parentescos, no mía.
Cuando murió Sam Shepard me sucedió algo similar, pero con una variante clave. Crónicas de motel es un libro entrañable. Las obras de teatro de Shepard me conmueven. Su prosa y su poesía son de una precisión única. Si en algún momento pensé en escribir de él se me quitó al leer un texto que le dedicó Alberto Fuguet. Adiós al vaquero errante es un obituario ejemplar, que condensa intensidad e información. Luego salió la carta pública e íntima con que Patti Smith tributó al que fue su amor por años. Smith cuenta que Shepard nunca dejó de vagar, que la llamaba en las noches para hablar de libros y comentar el paisaje. Relata que Samuel Beckett era el autor por el que Shepard sentía un fervor. Eran insuperables los recuerdos genuinos contados por Patti Smith. Nada se podía añadir a la mirada de quien lo perdía en rigor y sabía cómo expresarlo.
Aunque no soy un cinéfilo, ni nada semejante, sí me golpeó la muerte de Jeanne Moreau. Su belleza provenía de la gracia de sus defectos, su estilo era perturbador. Hay fotos en las que sale fumando con cara desafiante y sexy. Trabajó con los directores más puntudos, desde Orson Wells hasta François Truffaut pasando por Luis Buñuel, R.W. Fassbinder, Michelangelo Antonioni y Louis Malle. Lo que dijeron de ella los críticos de cine era frígido. Aún pienso que a Jeanne Moreau le debió haber escrito el obituario su amiga de toda su vida, Marguerite Duras, quien tuvo la imprudencia de morir antes. Ambas son mujeres marcadas por la pasión y el desafío ante la autoridad, ante lo previsible. No era una mujer correcta. Sus actitudes y preferencias, su pose descarada, la convirtieron en una de la últimas mujeres fatales, cuya biografía y actuaciones son inseparables. Quedan pocas voces densas y sensuales, llenas de experiencias y actitudes de desacatos. Con su muerte sentí que se iba un símbolo de época que creía en la libertad. Su postura ante los hombres era provocadora. Su cara de desprecio era irresistible. Su erotismo estaba fuera de las normas dictadas por la corrección. No leí nada que lograra conmoverme más que una foto de ella cuando joven.
Quizá sería pertinente aclarar el motivo de estas digresiones sobre los obituarios. No puedo ni quiero escribir de Nicanor Parra. Aquilatar esa pérdida, que su voz ya no va estar, me cuesta y sospecho que va a ser un proceso largo en el que recordaré conversaciones, muecas, frases y dichos. Ante el peligro inminente de decir palabras vanas de un amigo, prefiero excusarme. Me quedo con su fantasma.