Tal vez el encanto de Pasapalabra, el show de concursos que Chilevisión exhibe los domingos por la noche, tenga que ver con lo atemporal de su concepto, cuya sencillez no esconde doble fondo alguno y cuya ligereza es una virtud inesperada en nuestras pantallas. Estamos antes una franquicia británica que ha sido explotada con éxito en España por un buen tiempo y cuya gracia consiste en que vemos un duelo donde dos participantes que comandan equipos (integrados por famosos, además) completan una serie de acertijos súbitos relacionados con las letras del alfabeto.
Cada episodio comienza lento hasta deslizarse hacia un clímax casi inesperado. Los famosos invitados (Pamela Díaz, Maura Rivera, Leo Caprile, Juan Pablo Queraltó, etc.) acompañan al participante y lo ayudan, sin ser jamás el centro de lo que vemos. Hay además un pozo acumulado de dinero y quien triunfa sigue en carrera la semana siguiente, peleando con un nuevo contendor. Eso dota al formato de cierta continuidad mientras Julián Elfenbein lo anima al modo de un maestro de ceremonias afable y cercano, administrando los tiempos y jugando con las pausas para hacer aparecer cierta tensión, lo que vuelve angustioso el final de cada entrega. En ese sentido, Pasapalabra es un programa engañoso. Parece inocente pero cada episodio termina con una sección llamada "El rosco" donde los concursantes deben resolver un alfabeto completo. Los famosos, en ese punto, ya han desaparecido pues son una excusa para entrar de manera divertida al show, ya que lo que importa en realidad es ese enfrentamiento final donde se lucha contra el tiempo y las traiciones de la propia memoria.
Todo lo anterior es divertido y se deja ver con cierta fruición. Nada raro. Los buenos programas de concursos se basan en la idea que todos pueden jugarlos. Así, el duelo de los participantes se traspasa al otro lado de la tele donde los espectadores quizás aguantan en la punta de la lengua las respuestas que faltan. El formato cobra sentido en tal gesto: el material en el que se basa (el lenguaje) es un objeto de uso común y por lo tanto, es capaz de devolver al público la ilusión de una televisión donde puede participar pues ahí yace la ilusión de que no hay distancia entre los espectadores y los concursantes.
De este modo, el éxito de Pasapalabra quizás puede leerse como la señal de un cambio más bien profundo respecto a lo que desean ver los chilenos en el prime time. Así, en una tele que ha desterrado la farándula y ha transformado los matinales en un show de crónica roja cubierto con una crema chantilly de médiums y noticias banales, un programa de concursos más bien clásico como el de CHV supone una especie de descanso, acaso un alivio gracias a su convocatoria más transversal. Hay algo inocente ahí, una especie de candor que proviene de antaño y que descansa en la ilusión (y en el gesto democrático) de poder completar desde el hogar las preguntas que se plantean en la pantalla.
Es una ilusión interesante. Lo mejor de cada capítulo proviene de esa tensión paulatina que Elfenbein administra con eficacia. Gracias a ella, ver el show supone una huida, un paréntesis de la vida. El show funciona gracias a ese dejavú que tiene que ver con la aspiración de hacer de la tele un limbo posible donde se descansa de las complejidades de lo cotidiano. Mal que mal, en ese limbo se puede jugar desde la casa. Ahí también yace el sentido de la oportunidad que quizás es el mejor mérito de Pasapalabra y que tiene que ver con el acierto de haber programado el show los domingos por la noche, ese momento en que quienes ven televisión buscan en la pantalla algo que los aleje de la sombras de la semana laboral, de las acechanzas de la rutina diaria, de las urgencias posibles del mundo.