Me pareció buenísimo el último largometraje de Clint Eastwood y a estas alturas no sé si avergonzarme o enorgullecerme. Está, diría que por lejos, entre las películas más sencillas, entrañables, emotivas y sorprendentes que he visto en mucho tiempo, incluyendo todas o casi todas las tonteras nominadas al Oscar.

Sencilla por sus alcances narrativos. El relato se limita a rescatar algunos momentos de la infancia de los tres jóvenes gringos que se enfrentaron a un terrorista el 21 de agosto del 2015 en el tren que iba de Amsterdam a París, de la experiencia que estaban viviendo mientras mochileaban por Europa y de las reacciones que tuvieron cuando advirtieron el atentado que estaba en curso. Todo muy simple, todo muy diáfano y no ajeno al candor que ellos tenían.

Entrañable, bueno, porque obviamente Eastwood quiere y hace querer a sus personajes. Queda claro que no son jóvenes excepcionales, que fácilmente podrían pasar por cabezas de músculo, que recorren Europa como si se tratara de un parque de atracciones -¿es muy distinto de lo que hacen millones de turistas?- y también porque los tres estuvieron lejos de ser hijos de la ventaja o de tener una vida especialmente glamorosa. Al revés: se engancharon en la milicia porque vieron en ella un canal de superación y porque le pusieron empeño para lograr una identidad coherente con los ingenuos ideales de autodisciplina y servicio a los demás que los movían.

La cinta es emotiva, desde luego, porque en estos dominios Eastwood se mueve como pez en el agua y porque el cine de Eastwood todavía no olvida que el comportamiento heroico de la gente simple -con todo lo que pueda comportar de arrebato y confusión- puede ser sobradamente motivo de respeto y admiración. Estos jóvenes no se achicaron, no se desentendieron y fueron coherentes con los valores que profesaban. Habrá quienes subestiman lo que hicieron, pero habrá que conceder al menos que la simpatía con que Eastwood los ve no es muy distinta a los honores que el gobierno francés les rindió por su proeza o a la gratitud que recibieron por parte de todos quienes iban en ese tren de pesadilla.

Y es una película sorprendente, en fin, porque Eastwood encargó los roles protagónicos a los mismos muchachos que vivieron la experiencia. ¿Cuántas películas hay donde los héroes se representen a sí mismos? ¿En qué otra película se había visto -como se ve en las imágenes finales de 15:17 Tren a París- que el cine documental se da la mano con el cine de ficción en un giro que es francamente prodigioso? ¿Qué tan acostumbrados estamos a transportarnos a un dominio donde la verdad histórica converge con las verdades de la cocina narrativa del cine de grandes audiencias? Yo al menos no conozco precedentes en la materia.

¿Es una gran película? Quizás no. Pero sí una realización tremendamente sensible y convincente. Obviamente los muchachos no son Laurence Olivier. Pero se están representando a sí mismos y no están actuando en una tragedia griega. Al contrario. Sus experiencias a menudo parecen ramplonas. Aquí nadie imposta la voz. Ni los personajes, ni actores y ni siquiera Eastwood, cuya mirada sobre el heroísmo, por lo demás, siempre se debate entre el escepticismo y la tristeza. Esta es una película pequeña, limpia, que nunca sube demasiado el volumen y que, cuando llega a hacerlo después, como en El francotirador, como en Sully, lo relativiza todo (otra vez: que nadie se vaya antes porque después de los créditos la película entrega imágenes del recibimiento que los jóvenes tuvieron en su ciudad, Sacramento).

Hay pocos cineastas más consecuentes que Eastwood. No hay caso: cree en las personas, no en las instituciones (aquí no salen bien paradas ni las escuelas cristianas ni tampoco la Fuerza Aérea estadounidense). Cree en el valor. Cree en el esfuerzo personal. Cree en los demás. Y eso me emociona. Podría ser un reflejo condicionado de orden químico o muscular. Pero sinceramente no lo creo.