Museo animal (Anagrama), del escritor costarricense Carlos Fonseca (1986) es una de esas novelas ambiciosas que aparecen cada tanto, una intervención en el largo y complejo debate sobre el latinoamericanismo, capaz de actualizarlo y renovarlo a la vez. En Fonseca vuelven a tocarse el arte y la política, y se nos dice que en realidad han estado siempre juntos, aunque versiones más desangeladas hayan proliferado en los últimos tiempos.

La respiración de Museo animal es morosa, sobre todo en la primera parte. El autor arma una meticulosa estructura narrativa de cajas chinas, en la que ciertos detalles que se dan al principio solo tienen sentido -no necesariamente resolución- mucho después. Un biólogo que trabaja en un museo recibe una invitación de la diseñadora Giovanna Luxembourg para participar en una muestra sobre el camuflaje en la naturaleza. Esa es la punta del ovillo: para desenredarlo nos enteraremos de la historia de los padres de la diseñadora, el fotógrafo israelí Yoav Toledano y la modelo Virginia McAllister, y de su partida a una selva latinoamericana en busca de un niño profeta que anuncia el apocalipsis, "la repetición de un viaje olvidado", una suerte de versión renovada del viejo sueño del continente -"el sur repleto de intensidades"- como el repositorio de la utopía de Occidente.

A Fonseca le interesa jugar con la idea jamesiana de la figura en el tapiz, el patrón que se descubre en el fondo de la estructura. El que obsesiona al narrador es el quincunce, "la estampa primaria… detrás de toda la variedad natural". Ese quincunce puede ser muchas cosas, pero es sobre todo la búsqueda de la identidad. El problema es que hay siempre un nuevo patrón detrás del patrón: como los animales, los seres humanos y los continentes se camuflan, y nunca se llega a encontrar la dichosa esencia. Museo animal nos dice eso en su misma forma: cada sección va pelándose para descubrir otra más cercana al meollo, para luego abrirse a otra aun más cercana, y así sucesivamente.

Virginia McAllister es ahora Viviana Luxembourg, una artista conceptual capaz de intervenciones políticas como inventar fake news para influir en el mercado. Ella es, a través de sus búsquedas, el personaje más interesante de la novela, aquel en torno al cual resuena con más fuerza la pregunta insistente de Fonseca: esta búsqueda de la esencia y la utopía latinoamericanas, ¿es una farsa o una tragedia? Las dos cosas a la vez: puede que ese niño profeta sea un engaño, pero, ¿y? Eso no quita que ese engaño remite a la verdad profunda de las relaciones sociales en el continente: "detrás de aquel vacío se hallaba una historia de desencantos y violencias. Vieron al niño y detrás del niño no vieron nada. No vieron la larguísima fila de niños, pasados y futuros -negros, indígenas, mulatos- que buscaban sobrevivir en un mundo que los expulsaba de un inicio".

En Fonseca resuenan algunos proyectos narrativos de Piglia -la conexión arte y política- y Sebald -la poética de la destrucción-, y también, de manera curiosa, el añejo regionalismo. La selva de La vorágine como el lugar donde nos encontramos y perdemos se resiste a morir, solo que aquí, en vez de "nativos desnudos", hay "hombres vestidos con camisetas de bandas de rock", y la "exuberancia natural" ha dejado pasado a "vertederos de basura". Hay muchos otros cameos fascinantes -el del Subcomandante Marcos, por ejemplo- en esta novela que no se agota en una lectura.