Fue ahí donde comenzó con sus imitaciones, que se volvieron un éxito que él supo cuidar y administrar con cuidado. Nadie se le acercaba ni de lejos. Kramer -que estará mañana en el Festival- administraba los tics de los chilenos con tal capacidad de síntesis que cuando actuó en Viña, el 2008, no hubo vuelta atrás: las 33 caracterizaciones que hizo lo volvieron una estrella inapelable porque su rutina fue un insectario donde clavó con una candorosa eficacia los cuerpos de la farándula y la política de aquel instante.
El éxito de su primera película (Stefan v/s Kramer), unos años más tarde, reafirmó aquello. Fue su mejor momento. Ahí hizo equilibrio entre el humor familiar al que aspiraba y su parodia de la esfera pública chilena. Ahí radicaba el peculiar heroísmo de Kramer: era el chileno medio que defendía a su casa, su mujer y sus hijos de los peligros de la vida moderna. En ese contexto, el mejor Kramer era el que hacía sátira política. En su universo privado, el único personaje confiable era Marcelo Bielsa y el resto eran políticos mentirosos y figurines vacíos de la farándula. Por supuesto, funcionó. Su imitación de Pablo Zalaquett fue tan buena que el ex alcalde de Santiago nunca se recuperó de su caricatura, que terminó reemplazándolo ante el mundo. Pero había algo ahí que había empezado a desvanecerse en la medida que pasaron los años. Al ser un hit masivo, se volvió inofensivo y predecible. Todo era una broma escolar pues se había esfumado cualquier malestar con el presente, cualquier pregunta sobre cómo el humor podía relacionarse con el poder. Era más fácil parodiar futbolistas, disfrazarse de la selección chilena completa, aspirar a una identificación masiva.
Así, cualquier atrevimiento desapareció. El 2016 eso se notó cuando hizo Kamaleón, el show de Kramer en TVN. Despojado de cualquier contexto que no fuera sí mismo, el talento del comediante se diluyó en la pantalla chica. A la misma hora que en Vértigo Daniel Alcaíno y Jorge López hacían que la lectura que Yerko Puchento tenía del país doliese, lo de Kramer testimoniaba apenas su inmenso talento personal, dejándolo vacío en la medida de que el programa se alargaba semana tras semana, perdiendo paulatinamente la gracia que tenía en sus primeras emisiones. Ahí estaba quizás el problema. Algo se había quebrado: la imitación por sí misma ya no bastaba; no eran tiempos para las bromas blancas de su humor de consenso. En la óptica de Kramer, la crisis política era apenas algo simpático, un ruido de fondo que sobrevolaba la vida de los espectadores, sin afectarlos de modo alguno.
Por eso es interesante su vuelta este año a la Quinta, pues por un lado hay que preguntarse qué sentido tiene el humor de Kramer (antes tan dado a referirse a las instituciones) en un momento en que por ejemplo, Carabineros ha escenificado una comedia atroz con la Operación Huracán, donde tenían contratado a un hacker trucho que creaba aplicaciones más truchas aún. Por otro lado, Kramer retorna en el momento exacto en que la comedia stand up pone el acento en fábulas autobiográficas que no esquivan el dolor en su lectura tan íntima como colectiva, como bien demostró Natalia Valdebenito en la que quizás ha sido la mejor rutina del Festival de la última década. Aunque puede que todo lo anterior pase desapercibido. Mañana posiblemente reviente el rating y rompa otro récord, aplicando el piloto automático de la bonhomía, mientras algunos seguimos esperando de él ese retrato feroz que alguna vez pensamos que iba a perpetrar acerca de Chile.