Bosé y Bombo: puro collage
Los dos collages —el adefesio que le regalaron a Bosé y la rutina de Fica completa— quizás sintetizaron el tono de lo que puede ser, a estas alturas, el Festival.
Es imposible separar el lazo que une dos momentos de la noche inaugural de esta última versión del Festival de Viña. El primero tiene que ver con la parte final del show de Miguel Bosé: luego de varios momentos emotivos y una serie de gaviotas barnizadas con metales diversos, los animadores quisieron sorprenderlo con un reconocimiento aún más grande. Tenía sentido. Era su décima vez en la Quinta. Bosé lleva casi cuarenta años viniendo; él mismo es un testimonio del paso del tiempo en Viña.
Por supuesto, tal homenaje fue horroroso. Junto con mostrar imágenes de cada una de sus actuaciones, los animadores lo proclamaron "Artista Ícono" y descubrieron el velo que tapaba un collage con fotos del cantante. El collage era, por supuesto, paupérrimo y parecía realizado con tan mal gusto que era imposible que no se volviese un meme, pues tal vez sintetizaba cierta condición natural del mismo Festival, ese mal gusto que acecha como una sombra detrás de cada una de las luces en el escenario de la Quinta y que quizás lo define.
El segundo hecho fue la presentación de Bombo Fica. Fica era una sandía calada, no podía fallar. De su generación de cómicos, ha sido uno de los pocos en evolucionar cambiando su rumbo de acuerdo a los tiempos. Así, pasó de ser un cuentachistes más bien clásico a jugársela por un humor social, definido en la descripción de los problemas que los chilenos de clase media deben sufrir en su rutina cotidiana. El Fica más interesante emergió de ahí, representando al hombre común que padecía la ineficiencia de la burocracia del estado, las miserias del transporte público, el acoso de deudas, siempre atrapado en un mundo cambiante que lo agobiaba hasta volverlo un energúmeno.
Eso se esperaba ayer. No era demasiado difícil, pero el humorista decidió hacer otra cosa: adaptar el show con el que gira por Chile para la Quinta. No era una mala idea pero no funcionó. O funcionó a medias pues lo que vimos fue inquietante, partiendo por el hecho de que Fica incorporó a su presentación a Willy Benítez, un viejo actor cuyos mejores hits fueron sus participaciones en el Festival de la una y el hecho de que alguna vez se coló en Viña con un tarro para pedir respeto por los artistas chilenos. De modo majadero, Benítez apareció una y otra vez en la noche inaugural. Fue telonero de su amigo, hizo de comparsa cómica, practicó la fonomímica con una canción de Rosita Serrano y, sobre el final, el mismo Fica le regaló la Gaviota. Además, Fica hizo subir una y otra vez a la modelo Mariela Montero, que cantó, bailó e interactuó con él y Benítez.
Todo fue extraño. La rutina estaba desencajada aunque Fica aspiraba a recuperar el valor de los antiguos espectáculos revisteriles presentándolos como una tradición que honrar. No cuajó. Benítez y Montero interrumpían la presentación, hecha con pedazos de todos los rostros del mismo comediante: el comentarista social, el humorista pícaro, el esposo atribulado. Salvo el momento en que se describía las diferencias entre los hombres y mujeres, todo lució entrecortado, puros fragmentos de algo que nunca terminó de armarse; otro patchwork en el que no podía distinguirse silueta alguna. Los dos collages (el adefesio que le regalaron a Bosé y la rutina de Fica completa) quizás sintetizaron el tono de lo que puede ser, a estas alturas, el Festival. Ambas están unidas en el fondo porque captan el alma de un espectáculo hecho del pegoteo de cosas que carecen de relación entre ellas, puros fragmentos sueltos hilados por el azar posible de la tevé, la ausencia de autocrítica y el aura bizarra que solo pueden tener estos grandes eventos masivos.
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