Viña 2018: la normalidad
En retrospectiva, la noche final del año pasado (cuando Mon Laferte reventó la galería luce imposible ahora. Aquella locura no se desató con Bosé ni con Fonsi pues cualquier aura épica parece haberse desvanecido y todo rugido ha sido suavizado.
Hay una peculiar normalidad en esta versión del Festival. No es algo malo en sí, pero llama la atención, porque parece haberse desvanecido el frenesí brutal que el evento siempre supone, instalándose una suerte de medianía quizás complaciente. Porque nada parece explotar realmente en Viña, como si la Quinta y todo lo que la rodea operasen con un piloto automático que vale tanto para el público como para los artistas. Quizás tiene que ver con la parrilla de este año que colocó a los invitados más importantes (Bosé y Fonsi) en las primeras jornadas y dejó al mundo más joven (el del reggaetón y las boys band) para el final. O con el hecho de que los invitados anglo (Jamiroquai y Europe) son quizás artefactos apenas activados por la electricidad de la nostalgia. O con que los canales hayan decidido quedarse en Santiago y no transmitir desde Viña, enviando tan solo a los equipos de prensa y los noteros de matinales y, con eso, disminuyendo las especulaciones de la prensa del corazón, apenas circunscrita a las polémicas de las candidatas a Reina del Festival.
En suma, poco y nada. Algo pasó. Quizás el Monstruo fue educado finalmente. De hecho, en retrospectiva, la noche final del año pasado (cuando Mon Laferte reventó la galería y dejó al público abucheando la competencia internacional a tal punto que el mensaje apocalíptico que leyó la representante cubana pasó inadvertido) luce imposible ahora. Aquella locura no se desató con Bosé ni con Fonsi pues cualquier aura épica parece haberse desvanecido y todo rugido ha sido suavizado. De hecho, los fans no se volvieron locos, ni se sintieron abandonados de modo alguno y la salida del escenario de sus artistas preferidos no les rompió el corazón ni se transformó en añoranza, nadie pareció volverse loco de pena.
Repito, no es malo, pero es en la condición impredecible del Festival donde radica su principal interés como espectáculo. Ahí está el nervio, la carne y la sangre, la condición de resumen brutal de la cultura popular que puede llegar a ser Viña.
Por lo mismo, uno de los mejores reportajes sobre el evento que hemos visto este año en realidad hablaba de 1981. Exhibido en los noticiarios de TVN, en ella se repasaba el momento en que Julio Iglesias animó uno de sus programas satélite: Viña en el mar. Aquello era extraño de ver, pues era un mundo imposible hecho con la fascinación del jet set y el lujo forzado del espectáculo de aquellos tiempos grises. Grabado en la mansión de la playa de la familia Yarur, en él Iglesias hizo de anfitrión. La nota intercalaba las imágenes de archivo, las confesiones de Pedro Carcuro y el relato de cómo Jorge Yarur -que en esa época era un adolescente- vivió la producción del programa. Las imágenes eran interesantes, pues Iglesias seducía a la viuda de Elvis; Raquel Argandoña era entrevistada como la diva local; Camilo Sesto cantaba y un jovencísimo Miguel Bosé miraba la cámara. Carcuro, que había sido el productor, contaba que Iglesias había querido llevárselo a Miami, pero él lo había rechazado. Junto con eso, veíamos como Yarur daba vueltas por la casa, que se conservaba casi idéntica: un lugar luminoso pero lleno de espectros.
Esos fantasmas penan ahora mismo en Viña. Son los fantasmas del exceso, de la especulación pop, la fama como el aura irreal que rodea ciertos objetos. Si bien es cierto que es injusto juzgar el presente con los anhelos del pasado, aquello queda en suspenso con eventos como Viña, que explotan su tradición hasta dejarla casi vacía. Mal que mal, el Festival es interesante porque desde siempre lo concebimos como algo confuso y contradictorio, donde es cierta la posibilidad de que algo explote y se rompa y, con eso, demuestre que la fragilidad del espectáculo es similar a la de la vida.
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