Es interesante el debate que se está dando sobre la transmisión del Festival, pues una parte importante de los telespectadores percibió por primera vez que el evento televisivo importaba más que la emisión del show en directo. De hecho, la presentación de Jamiroquai terminó de desencajar al público aunque hubiese sucedido algo parecido, por ejemplo, en 2013 con el paso de 31 Minutos por el mismo escenario. La pregunta quedó en el aire, quizás respondida a medias: ¿qué sentido tenía seguir el show de la banda cuando lo que las cámaras enfocaban era a quienes estaban en las graderías?
Era una pregunta válida pero quizás inocente: lo que pasa en Viña desde hace tiempo que importa solo como televisión pues cualquier ilusión de simetría entre el show real y su emisión desapareció hace años. O quizás no existió nunca. El camino que va del Festival de los 80 al del presente es justamente el que tiene que ver con el hecho de que la Quinta Vergara se volvió un set televisivo gigante, fastuoso e imposible. Así lo entendieron los de TVN; que lo usaron como la plataforma para explotar el jet set povera de la dictadura; lo mismo los de Mega en los 90, animados por los fantasma de Televisa y Raúl Velasco; así lo entendieron el 13 y TVN cuando transmitieron juntos en una especie de consenso inédito; y así lo ha entendido CHV cuando puso a Álex Hérnández a cargo del evento.
La elección era obvia pues Hernández filma multitudes, no artistas. Le interesan la masa y los apuntes de las reacciones de quienes contemplan el espectáculo antes que el espectáculo mismo. Pasaba en Mekano y Yingo, donde creó y depuró su estilo. En esos programas no había distinción entre el público y los participantes. Todos eran uno, pues Hernández era experto en empujar las tensiones entre ambos, cruzando historias, incorporando rostros nuevos, agitando la hoguera diaria con lo que se tuviese a mano. El ejemplo más claro es Karol Dance, que llegó a acompañar a su novia Arenita y fue escalando posiciones -líos amorosos y escándalos mediante- hasta hacerse con la animación del programa. Hernández tuvo ojo al descubrirlo pues intuyó en él la fábula que latía en el corazón de los adolescentes que miraban el show: la posibilidad de cruzar al otro lado, de ser el otro lado.
El show de Jamiroquai expuso aquello. Hernández hizo lo que sabe hacer, pensar en que en los rostros del público estaba la verdadera emoción, la conmoción secreta que el espectáculo podía provocar. Daba lo mismo lo que sucediese en el escenario, el verdadero valor de los hits de Jay Kay estaba abajo, entre los rostros de CHV (cada uno concentrado en su pequeño culebrón privado, confiando en que esos segundos en pantalla fuesen capaces de robarles el alma) y los tocados de los fans que estaban en el palco.
Ahí estaba el verdadero Festival. Ahí ha estado desde hace un tiempo: ya no hay concha acústica y los viejos oropeles de la Quinta son solo un fantasma atrapado en los cristales que decoraron el collage que le regalaron a Bosé. Pensar otra cosa es engañarse pues el show es el simulacro del mismo show, la excusa para la transmisión televisiva, para ese relato que Hernández busca hace tiempo.