A ciertas horas del día, no vivimos en Chile, sino en el país de los matinales. Se trata de un país ficticio, una mañana interminable que no requiere al mediodía para acabarse y se extiende sin pudor hasta el almuerzo. En ese lugar todo puede pasar; su geografía es la de una tierra paralela donde lo peor de la tele emerge sin pudor, casi siempre en el marco de escenografías que simulan ser casas o patios gigantescos, en livings y cocinas decoradas con flores plásticas y cuadros horrendos, puras pesadillas domésticas repetidas hasta el infinito. Ahí importa poco cómo se llama el programa (todos los nombres son genéricos: Muy buenos días, Bienvenidos, La mañana, Mucho gusto), el canal que lo exhibe, el director (siempre son los mismos o clones suyos), o los panelistas (casi todos intercambiables).
Porque hay pocos lugares más bizarros que el país de los matinales; un lugar donde Luis Jara puede fingir un parto y Raquel Argandoña es capaz de decir que sus amigos prefieren contratar inmigrantes haitianos porque no se sindicalizan. Allí Patricia Maldonado puede practicar el pinochetismo más border al aire; y Tonka Tomicic y Martín Cárcamo, saltarse cualquier clase de respeto por la dignidad humana a la hora de abordar un caso policial como el de Nabila Rifo. Porque en el país de los matinales todo sirve, todo salva, todo suma. Cualquier clase de decencia o sentido común ha sido abandonado. Por supuesto, todos salen a la calle en la época del Festival de Viña para coronar a una reina en medio de escándalos patéticos donde los unos a los otros se sacan los ojos a machetazos.
Porque no tenemos farándula, ni crónica roja, ni programas de servicio, pero sí tenemos matinales que son la exacerbación o la peor versión de todo lo anterior, gracias a esa empatía falsa que es una excusa para el rating o apenas un mal chiste acometido por noteros esperpénticos como Nacho Pop o comentaristas insustanciales y zalameros como Hugo Valencia. En ese país de los matinales nadie se muere y todos los zombies de la televisión (gente como José Miguel Viñuela o Mauricio Correa, sin ir más lejos) resucitan en innecesarias segundas y terceras vidas.
Mientras, retuercen toda vida cotidiana, deformándola pues, por ejemplo, en el país de los matinales los chefs no cocinan, sino que hacen coreografías. Allí cualquier llovizna es una tormenta que precede al fin del mundo y todo parpadeo en el cielo la pisada de un ovni ancestral. En ese mundo, cualquier debate político se reduce a la visita de algún presidenciable que se toma un cafecito en el set mientras trata de lucir como un ser humano; todas las casas están embrujadas y las enfermedades mentales no son patologías sino síntomas de una posesión diabólica. En el país de los matinales cualquier cosa se puede probar con un video de YouTube y el cuerpo mejora al tomar cloro porque un doctor lo recomienda en cámara.
En el país de los matinales lo único relevante es la vida de quienes los animan. Ellos son los únicos ciudadanos, todos sacerdotes de la religión del propio ego donde cualquier solidaridad con el otro está circunscrita a ese radio. De este modo, si se enferman dan una conferencia de prensa; si se equivocan, rasgan vestiduras con una mirada intensa que trata de romper la cuarta pared de la pantalla. Todo luce penoso pero sucede en vivo, compartiendo la fantasía de lo inmediato. Así, en el país de los matinales se sufre y se ríe en tiempo real mientras la intensidad de las coreografías y las lágrimas de los animadores aspiran a disfrazar cualquier cerco del vacío. Pero es una ilusión. Lo único concreto es que el fantasma de Felipe Camiroaga planea sobre todos ellos como el recordatorio de lo que nunca llegarán a ser. El accidente de Juan Fernández enterró los sueños de estrellato que todos rasguñan agónicamente mientras envejecen en cámara, viviendo de un tiempo prestado (el que le estrujan a los estertores agónicos de la crisis de la televisión) donde tratan de disfrazar el hecho de que tras las muecas de sus rostros solo habita la nada.