El tema de los límites de la empatía, del que habló Sebastián Lelio al agradecer el Oscar, es interesante. Después de todo, todas las películas están narradas desde un punto de vista. En el caso de Una mujer fantástica no cabe duda que es desde el prisma de su protagonista. Al margen de eso, sin embargo, no se diría que la empatía del público con Marina responda a atributos intrínsecos del personaje. Si nos hacemos parte de su drama, es más bien en función de los rechazos, los ataques y las humillaciones que sufre. Estamos con Marina, más que por su encanto, por su valentía, por su soledad, por su dignidad y finalmente porque es víctima.

En la cinta El hilo fantasma de Paul Thomas Anderson la cosa es algo más intrincada. Desde luego no es fácil que como público nos sintamos interpretados o nos proyectemos en un personaje como el del modisto Reynolds Woodcock. Sus neuras, sus obsesiones, sus bajezas, parecieran estar presentadas de manera deliberada para distanciarnos o dejarnos al margen. De hecho en varios momentos del relato entendemos mucho mejor al personaje de la chica, a Alma, que al protagonista. Pero Alma tampoco es de esos caracteres que podrían robarnos el corazón. Mucho menos lo es la hermana del protagonista, una mujer controladora y aséptica hasta la perversidad, con sus silencios y taconeos sobre el espléndido parqué del departamento donde vive y trabaja con Woodcock

Hace mucho tiempo que Anderson dejó de hacer películas empáticas. Quizás la última de las suyas que tuvo este atributo fue Boogie nights, puesto que ya en Magnolia los personajes eran gente muy golpeada, desequilibrada o francamente disfuncional como para proyectarnos en ellos. Anderson dejó hace tiempo la empatía de lado y está claro que lo que a él le interesa es otra cosa: las ideas sobre Estados Unidos, el germen autodestructivo y la rareza de las relaciones humanas, también el efecto perturbador de las asimetrías de poder en las relaciones de familia o de pareja.

Desde luego las películas que no buscan que nos identifiquemos con sus protagonistas son más duras en términos afectivos, más difíciles de seguir y tributan mucho menos a la emoción. A menudo son obras donde hay más respecto o curiosidad que cariño por los personajes. Y está claro que si bien de ese filón pueden salir cintas valiosas, rara vez salen películas realmente emotivas. En rigor los realizadores tienen que rozar la genialidad para que podamos llegar a tomar partido por sujetos que sean desagradables o desequilibrados. Hay que ser Scorsese para que nos sintamos interpretados por un Travis Bickle, el héroe ciertamente muy dañado de Taxi driver, y hay que ser Hitchcock para que compartamos la pulsión perdidamente romántica, pero también casi necrofílica, de James Stewart en Vértigo. Scorsese y Hitchcock son maestros de la emoción. Anderson a estas alturas, después de Petróleo sangriento o de The master, no tiene el más mínimo interés en serlo.

¿Es mejor el cine que apela fundamentalmente al cariño y a la emoción? Por cierto que no. Nos puede gustar más, pero eso no significa que por fuerza esas películas sean mejores. Lo que sí parece ser cierto es que es difícil que salga una buena realización a partir de un personaje que el director odie o desprecie de antemano. Algo, un poco, algún atributo menor o blando tiene que reconocerle para que convenza y transmita una cuota de verdad. Si La caída, por ejemplo, la película sobre los días finales de Hitler que filmó el 2004 el alemán Oliver Hirschbiegel, llamó la atención en su época fue por eso. Porque se abrió al matiz. Ahí había ciertamente un monstruo, pero un monstruo que adquiría otra dimensión enfrentado a la experiencia dramática y terminal de la muerte.

Es difícil establecer reglas generales. Y si alguien las definiera, observar esas reglas podría quizás ser el camino más corto para hacer malas películas.