El extraño mundo de Jack
Todo listo y dispuesto pero el sabor final es agridulce porque Jack White ha olvidado lo central: las canciones. Los temas se suceden como ejercicios, pasajes, bosquejos, improvisaciones incluso. La autoindulgencia es la moneda corriente en Boarding house reach.
Jack White (42) corta y clavetea un trozo de madera, inserta micrófono, tensa una cuerda y voilà, aparece una guitarra. Lo vimos en el documental It might get loud (2008) junto a Jimmy Page y The Edge. John Anthony Gillis, su verdadero nombre, es un artesano con oficio. Trabajó fabricando muebles en la época de su primera banda antes de The White Stripes, también un rudimentario dúo de guitarra y batería. Pare este tercer disco solista del rockero de Detroit el concepto del artesano persiste. En Boarding house reach somos testigos de su recorrido por un taller donde coge materiales, activa perillas, efectos, acelera rústicas máquinas de ritmos, aúlla en micrófonos saturados de filtros y golpea baterías con ese combustible enciclopédico distintivo de su obra.
Figura el personaje al borde del paroxismo por el primer rock and roll y el rock garagero, y proto punk de los 60. También chilla como James Brown y fabrica ritmos orgánicos semejantes al hip hop, estilo que a su vez moldeó sus patrones sampleando las espectaculares baterías del padrino del soul. Hay espacio para algunos pasajes acústicos y algo de jazz hacia el final. La paleta de géneros es amplia y el músico dispone del arsenal instrumental necesario.
Todo listo y dispuesto pero el sabor final es agridulce porque Jack White ha olvidado lo central: las canciones. Los temas se suceden como ejercicios, pasajes, bosquejos, improvisaciones incluso. La autoindulgencia es la moneda corriente en Boarding house reach.
Al comienzo, "Connected by love" promete: una especie de frecuencia eléctrica activa el tema, hasta convertirlo en un soul que escala en temperatura sin alcanzar un punto de ebullición. "Why walk a dog?" continúa en las mismas coordenadas, ambientes superpuestos, crepitantes, como si los instrumentos se cocinaran entre el volumen y cierta distorsión en una pieza que tampoco consigue un desarrollo mayor.
"Corporation" confirma que el tropiezo del planteamiento del álbum se transforma en cojera con un conjunto de clichés entre funk de viejo cuño con algo del primer Santana. "Hypermisophoniac" ofrece el mismo montaje bajo señales de experimentación aparente, incluyendo insistentes zumbidos de viejo videojuego, pulso funk y piano, en un pastiche inconcluso mientras Jack canta "cada sonido que escucho, es más ruidoso que el anterior", una descripción ajustada a la escasa oferta.
"Get in the mind shaft" y "Ezmerelda steals the show" se refugian en el soporífero recurso del spoken word con letras más bien crípticas. "Over and over and over" con su riff circular, el sonido ajustado y el tiempo funk rock es una de las escasas excepciones en un álbum que despierta perplejidad. El resultado final es engañoso porque los ritmos pueden ser gratos -qué decir del presagio de un estallido-, pero la composición carece de guión, una idea, un relato.
En el título anterior, Lazaretto (2014), Jack White se planteó de la misma manera repasando géneros históricos, pero desarrolló canciones. Ahora no. Llegó a dar la prueba con la materia apenas recalentada, confiado en que la inspiración podía aflorar bajo presión. No hay milagro ni genialidad. Solo un título flojo que pronto juntará polvo y olvido.
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