Los actores de carne y hueso pueden dormir tranquilos: la androide que protagoniza la obra japonesa Sayonara no representa ninguna amenaza. En 25 minutos de función, sólo se limita a recitar haikus para consolar a una moribunda. Como el escenario está tenuemente iluminado, a primera vista cuesta percatarse de cuál de las dos intérpretes no es humana. Cuando la androide comienza a hablar con voz metálica y a moverse con brusquedad, la ilusión desaparece. Sus labios no están sincronizados con los parlamentos y hay un leve desfase antinatural. Su compañera de carne y hueso, que tampoco tiene a la expresividad dentro de sus atributos, está obligada a sincronizar sus líneas para que coincidan con lo que finge decir la androide. Su cara está cubierta con una silicona que imita la piel humana, el parpadeo y los tics faciales. Sin embargo, no camina, no entiende, no escucha, no ve y no responde a su interlocutora. Sólo se limita a mover la boca en un acto ventrílocuo, como si un parlante dentro de ella le prestara la voz. El resultado es un experimento de belleza minimalista, pero estéril y sin vida. Cualquier títere o marioneta de madera logra un lenguaje expresivo más complejo, dependiendo de la destreza del ejecutor.

La emoción llega cuando la máquina queda sola en el escenario. Al parecer, la mujer que la escuchaba ha muerto. Entra un técnico y desconecta a la androide, que rápido baja su cabeza ya sin energía. De hecho, en la función de estreno una espectadora gritó en ese instante.

Escrita y dirigida por Oriza Hirata, la obra es una ficción en toda la amplitud del término y deja claro que un androide todavía no puede reemplazar a un actor. Hace décadas que los robots reemplazan al ser humano, pero solo para liberarnos de trabajos duros y monótonos, como las líneas de ensamblaje en serie y los procesos de producción industriales. Es verdad que ya manejamos dependiendo de las indicaciones de Waze y llegará el día en que vivamos dentro de una realidad virtual, controlados por nuestras redes sociales o dependiendo de Siri. Pero Sayonara, por su corta duración, como la de un haiku, apenas reflexiona sobre la relación con la tecnología y el fin de lo humano. En febrero de 1996, el campeón mundial de ajedrez Garri Kasparov jugó con Deep Blue, un supercomputador. La máquina ganó ese día y desde ahí la contienda se puso tan ruda que, al preguntársele qué estrategia usaría contra un computador, el Gran Maestro holandés Jan Donner respondió: "Traería un martillo". En el teatro, aun no son necesarios los martillazos. La tecnología avanza, pero, por el momento, nuestros talentos y habilidades más sutiles sólo pueden ser burdamente imitadas, como lo deja claro Sayonara.