Cuando despertó ya había caído la noche, y el termómetro pasó de los 28 grados de fines de febrero a solo 7 en Viña del Mar. "Estuve toda la tarde leyendo una novela bastante aburrida en la terraza de mi casa en la playa y me quedé dormido. Abrí los ojos y estaba oscuro. Ni sé cuántas horas dormí, pero sentí unos escalofríos invernales y me fui a acostar no más", recuerda el actor y director chileno Tomás Vidiella (1937), rodeado de los incontables y coloridos objetos que decoran el living de su departamento en la comuna de Las Condes, donde vive solo. "Al día siguiente amanecí peor y me llevaron a una clínica allá mismo, en Viña, y más tarde me trasladaron en ambulancia y de urgencia a la Clínica de la Universidad Católica, acá en Santiago. De ahí la verdad es que no recuerdo mucho más. Me fui a negro", cuenta.
Hasta algunas horas antes, ese mismo fin de semana, el intérprete de 80 años y rostro inconfundible de las teleseries de Canal 13 (entre ellas Fuera de control) se había presentando en el Sporting Club de la Ciudad Jardín junto a Coco Legrand y Jaime Vadell con Viejos de mierda, la exitosa comedia escrita por Rodrigo Bastidas que, tras su estreno en septiembre de 2016, ya ha sido vista por más de 150 mil espectadores. "Habíamos tenido todas las funciones llenas y se seguían vendiendo con locura, al igual que en todas las giras que hemos hecho, pero tuvimos que parar por este enfriamiento que me agarré y que después se convirtió en una neumonia infame", relata el actor, quien egresó de la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile en 1960, en la misma generación de Víctor Jara, Alejandro Sieveking y Luis Barahona.
El panorama parecía poco alentador: en Twitter incluso llegó a correr el rumor de que Vidiella había muerto. Pero su hermana, Eliana, también actriz y junto a quien fundó, en los 70 y 80, las compañías El Conventillo, Hollywood y El Túnel, salió a desmentirlo todo: "Tomás está mucho mejor, con menos apoyo del respirador mecánico, pero no hay ninguna fecha concreta para sacárselo", señaló el 27 de febrero, mientras el actor permanecía sedado en la misma clínica en calle Marcoleta.
"Fui dado de alta 19 días después, el martes 13 de marzo, el día de la suerte. O al menos mi buena suerte, porque ya estoy manejando y haciendo mi vida normal. Por ahora, ni yo ni los Viejos de mierda tenemos aún fecha de vencimiento", bromea hoy, mientras se prepara para volver a los escenarios el próximo jueves 26 de abril, al Teatro Nescafé de las Artes, con cuatro funciones de la misma comedia que hace un año y medio lo ha hecho recorrer el país. "No es primera vez que me pasa, en todo caso: seis meses antes, en septiembre del año pasado y durante un viaje que hice a México, tuve la mala suerte de quedar atrapado en un aeropuerto el mismo día del terremoto allá (el 19 de septiembre), y tú sabes que los aeropuertos, aviones y hoteles son un nido de bichos. Esa vez también hubo que suspender funciones de los Viejos... pero esta vez fue distinto. Más grave, por lo que me contaron", agrega.
- ¿Sintió miedo?
- ¿Miedo? No, es que casi ni me di ni cuenta y eso es fantástico. Y aunque lo hubiese hecho, la verdad es que nunca le he tenido miedo a la muerte porque es una cosa que te viene no más, de un sopetón y no alcanzas a preverlo. En realidad, te asustas porque tu entorno te cuenta cómo lo viven ellos, y por eso no quiero hablar más de lo que pasó. Yo me sentí muy halagado por los gestos de cariño y la preocupación de la gente, pero me empelota que me digan hasta el cansancio que me cuide, si siempre me he cuidado. Lo otro sería que me metiera en un frasco de formol o que me congelara y saliera solo de noche, como los vampiros, para llegar a las funciones. La vida que hago es muy tranquila. No hago nada mucho, la verdad. Qué más podría hacer, si ya tengo 80 años.
- Ud. habla como su personaje en Viejos de mierda...
- Es que esta es una cuestión ineludible. Yo creo a ciegas en el destino y la muerte es parte de eso. Esa es la razón por la que creo que la obra ha sido un éxito: la gente se ríe durante la hora y media que dura y no porque esté llena de chistes, porque no lo está, sino porque habla con verdad y desparpajo. Y entre verdad y verdad, asoman lo patético e identificable. Pero que estos tres personajes no tengan nombre ni apellido, por ejemplo, te dice que lo que hay ahí es una imagen de un grupo de personas que intentan emprender y volverse imperecederos cuando la sociedad los ha hecho a un lado.
- ¿Se han planteado como equipo una segunda parte de Viejos...?
No, es que la primera está muy buena y aún hay mucha gente que no la ha visto, porque las entradas se agotan rápido. Pocos le han tomado el peso, pero es un mérito y un verdadero hito que una obra de teatro en Chile llene 1.200 butacas cada noche y en cada escenario por donde pasa. A mí, que he hecho bastante teatro, nunca me había ocurrido salvo cuando hice el travesti de Cabaret Bijoux (1976), que estuvo 10 años presentándose. Por esa razón no podís pensar en Tiburón 2 y 3 cuando la parte 1 aún la está rompiendo. Además, a mí no me gustan las segundas partes. Me carga repetirme.
- ¿Se siente cómodo haciendo comedia? Hacía tiempo no actuaba en una...
Sí, y mucho, lo he disfrutado muchísimo, pero también disfruté haciendo drama y tragedia. Hice a casi todos los autores norteamericanos; a Miller (La muerte de un vendedor, en 1986), Albee (Quién le teme a Virginia Woolf, 2006) y O'Neill (Largo viaje de un día hacia la noche, 2001), y también a otros como Brecht, Molière y podría seguir. Yo creo que la gracia para un actor es mostrar su versatilidad, en el sentido de que pueda pasar del drama más duro a la farsa más lanzada, y yo he hecho ese recorrido. Piensa también que traje el café concert a Chile (en los 70, con Hagamos el amor), y es por eso que la gente te tiene cariño, por los riesgos que tomas, como le ocurre al Coco, que es un monstruo del humor. La primera vez que leí el texto de los Viejos de mierda, pensé: "Este es otro salto mortal". Y lo era, porque en tiempos en que la dramaturgia está medio en crisis, ¿no?, un chapuzón de verdad nos venía bien a todos. Había que dejar de lloriquear tanto y volver a esa risa que estalla y que al rato te deja pensando: "Chucha, qué cierto es esto".