Dos son los nombres que destacan cuando hablamos de narrativa irlandesa contemporánea: Colm Tóibín y John Banville (en realidad son tres, ya que Banville escribe novelitas de misterio bajo el seudónimo de Benjamin Black). Ambos autores asistieron al mismo internado en Wexford (Tóibín es 10 años menor), ambos recibieron allí iluminación libresca de parte de un tal padre Larkin, y ambos escribieron sendas novelas en torno al maestro que reverencian (Henry James). Si bien Tóibín posee un cráneo difícil de asimilar al de otros humanos, "una cabeza esculpida como por alguien con enormes poderes de expresión, pero rudimentarias habilidades con el cincel", según observó un periodista inglés, lo cierto es que lo que hay allí dentro, literariamente hablando, es mucho más interesante que lo que contiene el cráneo de Banville. Sin embargo, dado que a veces el público lector y ciertos críticos coinciden en manifestar propensión al juicio errado, Banville goza de mayor respeto y fama que Tóibín. Ahora bien, si usted se ve enfrentado al dilema de elegir entre el uno o el otro, no dude en inclinarse por cualquier libro de Tóibín: todos son memorables.

En La casa de los nombres, su más reciente novela, Tóibín reinterpreta, manipula y da vida nueva a la Orestíada, la única trilogía del teatro griego antiguo que llegó íntegra a nuestros días. Si bien está protagonizada por los mismos personajes del clásico que le valió a su autor, Esquilo, el primer premio en la fiestas dionisias de Atenas del año 458 antes de Cristo, la versión de Tóibín "se basa en la imaginación y no bebe de ningún texto", tal como aclara él mismo en una nota al final del libro; no obstante, agrega, la estructura narrativa y los actores principales están tomados de la mencionada Orestíada, de Electra de Sófocles, y de Electra, Orestes e Ifigenia en Áulide de Eurípides.

En pocas palabras, la historia es brutal, inmisericorde y bastante perturbadora: la gente muere como moscas y las venganzas sangrientas, dentro y fuera de palacio, se suceden con una frecuencia inaudita. Eso sí, las matanzas se desencadenaron luego de que Agamenón decidiera sacrificar a su hija Ifigenia para que los dioses lo favoreciesen en la batalla. Clitemnestra, madre ejemplar hasta ese momento, no pudo perdonar el crimen y degüella a su esposo nomás él vuelve victorioso al reino: "Lo esperaría sonriente. El borboteo que se oiría cuando le cortara la garganta se convirtió en mi obsesión".

Por lo demás, y dicho sea en su defensa, Clitemnestra nunca creyó en la importancia que tantos ingenuos le atribuían a los habitantes del Olimpo: "Los dioses tienen su preocupaciones ultraterrenales, que nosotros ni imaginamos. Apenas si son conscientes de que estamos vivos". Finalmente, le corresponderá a Orestes vengar la muerte del padre y las innumerables salvajadas que Clitemnestra cometió junto a Egisto, su amante, una vez que se hizo del poder.

Hasta aquí, en líneas generales, La casa de los nombres sigue el patrón clásico. Pero lo que le otorga a la versión de Tóibín un tinte oscurísimo y un encanto inquietante no es la fidelidad con el original, sino la violencia entrelazada con los giros de una prosa densa, reflexiva, a veces fantasmal y sugerente, y en otras ocasiones dotada de ecos derechamente bestiales. La forma de operar al interior de mentes complejas, torturadas, en varios casos abyectas, y muy distintas entre sí, apunta a la notoria habilidad del irlandés para agotar todas las posibilidades a su alcance. Y si por "agotar" entendemos exhibir las miserias del alma humana en su amplia variedad, no hay dudas de que ya estamos hablando de una espléndida novela