Mi opinión en una línea: La casa de papel es una buena serie pero tampoco "tan buena". En lo personal preferiría que La casa de papel fuera una mala serie y punto. Estar en un punto medio es a la larga sinónimo de mediocridad e indiferencia, que no es este el caso, aunque las razones de esta trascendencia sean más por lo que aletea alrededor de la serie de moda del 2018, que por lo que pasa entre sus capas argumentales. Quizás todo se deba a que lisa y llanamente La casa de papel más que una serie es un producto.
No vamos a pisarnos la capa entre superhéroes. La casa de papel es un fenómeno. También es innegable que es muy entretenida, pero las Rápido y furioso también son un fenómeno y muy entretenidas. Además tiene personajes hechos con cariño que te interesan y te importan. Claro, el oportunista truco de nombres/alias recordables (El Profesor, Tokio, Moscú, Berlín, etc) ayuda harto en esta tarea. Alex Pina, su creador, ha declarado que su propósito era básicamente entretener y aplicar las lecciones del imbatible "storytelling" anglosajón a una producción española. Y vaya que lo consiguió, La casa de papel pasó de ser un riesgo programático en Antena 3 a un hit internacional de Netflix cuyos alcances reales están recién comenzando. Nos guste o no la serie, lo logrado por Pina es aplaudible. Más aún por lo que pueda desprenderse de esta bomba atómica, una atención masiva que pase a otras producciones españolas, como la muy superior El ministerio del tiempo.
Mi tema es lo que hay bajo las capas de la serie. Y seré majadero en esto. Pasa que en esta edad de oro del drama televisivo pido lecturas que superen lo de sólo entretener.
Me explico: terminadas las dos temporadas de La casa de papel ya me olvidé de La casa de papel; por muy bien que lo haya pasado dentro de esas cuatro paredes. Siento que estuve en una fiesta con demasiadas luces, donde todo es correcto y funciona como tiene que funcionar: la música, los tragos, la ambientación, los invitados, etc. El giro es que a dos horas de iniciada la celebración, nada me importa mucho y quiero volver rápido a casa para ver el último capítulo de Perdona nuestros pecados. Es que se nota demasiado la fórmula de la receta y eso, aunque la cocción haya sido la más exquisita del mundo, siempre es cojera. Existen guiones que se escriben con Word o Final Draft y otros con Excel. Este es el caso. No estoy en contra de las referencias ni del fan service, pero cuando un relato descansa sólo en el fan service es que no tiene alma y es sólo un costoso montaje de lugares comunes, clichés y sorpresas marcadas para el minuto 20 de cada episodio, algunas al límite de lo insufrible como la pareja gay o el truco de los túneles (¿otra vez túneles?). Escribir series implica mucha matemática, pero cuando la matemática está por encima de las ideas (y del riesgo argumental) hay algo que no cuaja.
También es cierto que está de moda hablar mal de La casa de papel. Por esa tonta costumbre que tenemos (no sólo en Chile) de despreciar lo que se vuelve popular sólo porque se convirtió en gusto para las masas. Lo subrayo, no me gusta La casa de papel, pero menos me gusta la gente que no le gusta La casa de papel y que predican al respecto con una soberbia insufrible de superioridad nerd que gatilla que, a pesar de que uno no sea fan de la serie, termine defendiéndola. Esquizofrenia de contenidos, por supuesto, mal que mal vivimos en un mundo de esquizofrénicos fanáticos. La casa de papel es un fenómeno absoluto. Y uno al que (a pesar de ser un producto más que una serie) hay que ponerle atención, más allá de sus aciertos y falencias. Como anoté en el título, La casa de papel es un dedo metido en la boca. Pero un dedo untado en chocolate derretido. Y en eso también hay mérito. Harto mérito.