El disparo tocó en la línea de flotación del sustrato político de Italia con El divo, el retrato de Giulio Andreotti, siete veces primer ministro e inventor del poder vitalicio. En The young Pope, las analogías entre el posible sucesor del Pontífice actual y del descarado Lenny Belardo (Pío XIII) eran evidentes, pero no había un tiempo compartido y las sutilezas eran extremas. Sin embargo, Loro estalla en Italia justo en el momento en que su protagonista real se encuentra en medio de un huracán político, empresarial y judicial que, tras un largo cuarto de siglo, podría suponer su liquidación por derribo. Por eso muchos -empezando por él- contenían ayer la respiración ante el nuevo artefacto de Paolo Sorrentino en el que Silvio Berlusconi se verá encarnado por Toni Servillo en dos películas estrenadas con dos semanas de diferencia. Pero el personaje es tan excesivo que, incluso exagerándolo, Sorrentino corre el riesgo de quedarse corto.
Loro no es una película solamente política. Y tampoco parece que vaya a cabrear en exceso al Cavaliere, al menos con la primera parte del díptico, que más bien le arrancará alguna sonrisa cómplice. La película es un intento de entender qué demonios pensaba aquel hombre cuando acababa de ser apeado de su tercer Gobierno y a su alrededor subía el volumen de la música, se desnudaban las mujeres y la cocaína ayudaba a pasar el trago de un orgullo colectivo triturado. Pero también es el retrato de una época que transcurrió entre 2006 y 2011 y en la que una parte de Italia aceptó prostituirse, cegada por las luces de neón de un magnate aburrido incluso de su propio equipo de fútbol e instalado en el purgatorio político hasta 2008, donde teóricamente se iniciará la segunda parte de la película -en Italia se estrena el 10 de mayo- y comenzó su cuarto Ejecutivo.
El paisaje de Loro pertenece a un momento, según el propio Sorrentino, "amoral, decadente, pero extraordinariamente vital", en el que buscarse la vida y medrar a costa de quien fuese se convirtió en cultura de masas para acercarse a un dragón obsesionado con la carne joven. Loro son ellos, "los que cuentan", dice Sergio Morra, personaje claramente inspirado en Gianpaolo Tarantini, el empresario encarcelado por tráfico de cocaína que, supuestamente, organizó decenas de fiestas con prostitutas para Berlusconi a partir de 2008. Hay más parecidos a su alrededor, como el de su ex esposa, Veronica Lario, aburrida y decepcionada por las infidelidades que ya no curan los regalos de su marido: "Me gustaba más cuando me regalabas pantuflas porque sabías que tenía frío", le dice, rechazando un anillo de diamantes. O el de Kira, novia y organizadora en aquel período de las cenas en la mansión de Arcore.
Porque Loro también son los otros, los que no eran Berlusconi y querían parecerlo. Esa parte de Italia que se dejó comprar. Una parte del mundo que él siempre ha llamado parásitos, excepto cuando han bailado a su alrededor. "Solo hay dos tipos de incorruptibles en este país", dice en la película el hombre de confianza de Berlusconi: "Los ricos, porque no lo necesitan, y los pobres, porque no tienen nada que ofrecer".
Y a ese amplio espectro flotante, una clase media caminando hacia el precipicio económico y social de 2011 -Berlusconi dimitió con una prima de riesgo disparada y el país al borde del colapso-, se dirigió durante años a través de sus canales de televisión y un magnetismo personal desbordante. Así figura en la película, aunque solo al cabo de una hora de metraje sin que aparezca Servillo: listo, ocurrente, melancólico y profundamente agradecido con la fidelidad ajena. Un extraordinario narrador de sí mismo, capaz de volver a construir hoy una historia para un político de 81 años, deteriorado físicamente, inhabilitado por fraude fiscal y salpicado por los casos de corrupción, mafia y prostitución de menores que, pese a todo, sigue en condiciones de dictar parte del futuro de la República.
"Todo verdadero, todo falso", reza el subtítulo de la película. La idea describe el método del director para acercarse al personaje -y a los posibles pleitos-, pero también la filosofía de un hombre y de todo un país con la patente de la posverdad para construir su relato político y social. Se lo explica a su nieto en Villa Certosa, escenario de bacanales, justo después de pisar una mierda de oveja en el pasto en una de las escenas más sorrentinianas de la película: "Yo no he pisado una caca; es parte del terreno que forma este tipo de acumulaciones. Tu abuelo nunca ha pisado una caca". La verdad, termina de aleccionarle, solo está sujeta a cómo la cuentes.