Con la suspensión del premio Nobel de literatura este año, el movimiento #metoo llega a la literatura. Las ondas expansivas del escándalo desatado el año pasado a partir de las acusaciones de abusos sexuales por parte del productor Harvey Weinsten parecían haberse calmado los últimos meses; en realidad, no se trataba de eso: las instituciones afectadas con problemas similares estaban llevando a cabo su propia investigación interna, buscando conocer el alcance de los daños y estudiando cómo proceder al respecto. Pocas han salido más golpeadas de ese proceso que la Academia Sueca de Literatura: seis de sus 18 miembros vitalicios han renunciado, con lo cual en este momento no se puede tomar ningún tipo de decisión.
La Fundación Nobel dice que una de las razones para postergar la entrega de un premio es cuando la decisión "no sería percibida como creíble". Postergar la concesión del Nobel por un año implica hacer la pausa que lleve a tomar las medidas necesarias para recuperar la credibilidad golpeada. Pero, ¿es suficiente un año para que esto ocurra? Desde que un periódico sueco hiciera pública el pasado noviembre la acusación de 18 mujeres contra el esposo de un miembro de la institución -el fotógrafo francés Jean Claude Arnault-, por todo tipo de abusos sexuales (desde tocamientos indebidos hasta violación), las revelaciones negativas sobre el funcionamiento de la Academia han sido continuas.
La Academia ha quedado congelada en el tiempo, es un anacronismo cuyos códigos de conducta van a contrapelo de una sociedad como la sueca, caracterizada por ser más paritaria que en otras en Occidente en cuestiones de género, y más transparente en temas de corrupción. Sus errores no solo se deben a no haber dado crédito a las denuncias de mujeres relacionadas a la institución ante los abusos de Arnault; también consisten en haber dado apoyo económico a un club de Arnault y su pareja, Katarina Frostenson (algo que ha provocado acusaciones de conflictos de interés, ya que Frostenson pertenece a la Academia Sueca).
A pesar de apuestas equivocadas, olvidos notables y limitaciones a la hora de tomar en cuenta a autores más allá de Occidente, se ha visto a la Academia Sueca como una suerte de voz intemporal, la forma oficial y objetiva con que nuestro tiempo consagra a sus grandes escritores; después de todo, ha ratificado a voces notables y descubierto otras merecedoras de la consagración. Ahora sabemos que es, como casi todas las academias locales de literatura, un club privilegiado y discriminador, tan miope como lleno de mezquindades. Debido a su capital simbólico acumulado -algo que esta crisis no agotará- y al poder económico de la Fundación Nobel, seguirá siendo influyente a la hora de decidir qué se entiende por calidad literaria. Pero quizás vaya siendo hora de pensar que su opinión es tan caprichosa y arbitraria como la de todo círculo de amigos que se reúne a hablar de literatura.