Hay gente que sabe de fútbol, gente que sabe de superhéroes, gente que suele ilustrar a sus cercanos sobre el valor del animé, el jazz o el metal. Yo no sé de nada de eso, pero sé de Eurovisión.
Sé, por ejemplo, que el sábado seis de abril de 1974 en Brighton, Inglaterra, se celebró la final de la versión número 19 del Festival Eurovisión. Sé que ese día la historia mundial del pop cambió.
Inglaterra había logrado ser anfitrión por carambola –le correspondía a Luxemburgo, pero rechazó asumir la sede- y esperaba lograr el triunfo con una canción interpretada por una joven británica criada en Australia llamada Olivia Newton John. Hacía ya tres años que a pesar de estar entre las favoritas, las canciones británicas sólo alcanzaban el segundo o tercer puesto. El retiro inesperado de Francia, cuya delegación optó por guardar luto por la muerte del presidente Georges Pompidou días antes, allanaba el camino para un triunfo en casa.
La velada de ese sábado arrancó con la presentación de Finlandia. Después de Yugoslavia, en el lugar número 8 fue el turno de Suecia, país que nunca había ganado el festival. Los escandinavos eran representados por un grupo formado por dos compositores y dos vocalistas –Benny, Bjorn, Agnetha, y Anni-Frid- totalmente desconocidos fuera de su país. Sé que en la semifinal habían sido anotados por la organización como The Abba.
Tal como se hacía hasta los años 80, la presentación de la canción en competencia incluía a un director de orquesta, que para sorpresa de la audiencia estaba vestido como Napoleón. En seguida ocurrió el milagro: Cuatro chicos en atuendos de inclasificable estilo, aparecieron en pantalla cantando una canción con nombre de batalla: Waterloo. Esa tarde Abba salió al mundo. Los ingleses le dieron 0 puntos, pero ni ese gesto de mezquindad alcanzó para aplacar el brillo intenso que su música arrojaría sobre toda las formas de vida del planeta, la galaxia y el universo.
Abba ganó Eurovisión, luego se expandió por el mundo, incrementando el PIB sueco y dejando una tradición que hizo de su país un productor industrial de música pop, la segunda potencia en el rubro en Europa detrás de Gran Bretaña.
Nunca vi ese triunfo. Nací un mes después de que ganaran en Brighton y un año más tarde de que Mocedades cantara Eres tú en Luxemburgo, alcanzando un segundo lugar que debió ser el primero. Llegué tarde no sólo a ellos, tampoco pude ver a France Gall cantarle a su muñeca de cera. Sé de Eurovision porque me gusta la alegría dulzona del pop, la felicidad de una puesta en escena camp, las melodías acarameladas, las baladas melancólicas, la épica de las canciones de Eurasia y el rumor de la discoteca de los arreglos israelíes. He sido fan de canciones serbias, italianas, alemanas y de una belga. Me aprendí la canción francesa, mi favorita de este año y espero que Portugal quede entre las diez primeras, porque no hay nada como esa tranquilidad lisboeta pulcra y sencilla. Veo las apuestas, las grandes predilectas y me preparo para este sábado, cuando la final se transmita desde Lisboa. Tal vez tenga suerte alguna vez y pueda ver en vivo y en directo cómo la historia del pop cambia con una canción de tres minutos, interpretada por algún grupo desconocido que luego de eso se tragará el mundo, como ocurrió aquella tarde de abril de 1974.
Sé de Eurovision porque el pop me hace feliz.