Ozzy Osbourne: con las botas puestas

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Con un pitido en los oídos típico tras un concierto suyo, es difícil asumir el adiós de un protagonista irrepetible del heavy metal. Ozzy Osbourne desbordó el género para convertirse en una genuina estrella popular encarnando la locura y el terror con inusitada gracia.


Por los altoparlantes suena AC/DC con Bon Scott esta noche de martes en el Movistar Arena. En el escenario hay paredes de amplificadores de guitarras y bajos que flanquean la batería de doble bombo instalada al centro. Luego se escucha "For whom the bells tolls" de Metallica, que alguna vez fueron teloneros de la estrella de la cita a mediados de los 80. Fans se confunden y apuran el tranco ante el bullicio. Faltan pocos minutos para que Ozzy Osbourne, el príncipe de las tinieblas en su gira final, inicie el que debiera ser el último show de su carrera en Chile tras haber debutado una lluviosa noche de agosto de 1995 en el teatro Monumental, antecedido por Paradise lost y un memorable show de Faith no more.

Las luces se apagan y por las pantallas aparece una foto de John Osbourne de niño sonriendo inocente, pero ya en la siguiente imagen tiene el pelo largo y la mirada perdida, y las que siguen lo retratan en distintas etapas tanto con Black Sabbath como solista, cada vez con expresión más desquiciada hasta que todo se va a negro y solo quedan las letras que conforman su nombre con la tipografía tosca con la cual se tatuó los nudillos hace siglos. Aparece Ozzy, ingresa la banda -Zakk Wylde en guitarra, Rob "Blasko" Nicholson al bajo, Adam Wakeman en teclados y Tommy Clufetos en batería- y el músico de Birmingham dice lo de siempre: que comience la locura. Acto seguido arrollan con "Bark at the moon" mientras el griterío del público que repleta el Movistar resulta ensordecedor.

Casi sin pausa comienza la larga introducción en sintetizadores de "Mr. Crowley", dedicada al famoso satanista británico. El público corea la intro y Wylde replica con su voluptuoso estilo los solos de "Randy Rhoads", aunque ese sentimiento melancólico, la fluidez y los aullidos extraídos de las cuerdas, rúbrica del guitarrista fallecido, son irrepetibles.

Continúa otro clásico de sus primeros años solistas, "I don't know", en una versión acelerada que se empalma con una de Sabbath, "Fairies wear booths" mientras imágenes psicodélicas se toman la pantalla gigante, en particular una gigantesca cruz al centro. Visualmente, el espectáculo es fenomenal con arremetidas de rayos láser y primeros planos a Wylde y Cufletos jugándose la vida en sus respectivos instrumentos. La voz de Ozzy, resentida desde hace décadas, es una excepción esta noche y su energía resulta muy superior a la despedida de Black Sabbath en el Estadio Nacional en noviembre de 2016.

Ozzy cumple con todos sus ritos. Cabecea sosteniéndose del pedestal del micrófono, mueve los brazos de acá para allá en las partes más lentas de su cancionero, lanza baldes de agua a las primeras filas, y alienta los veloces solos de Zakk Wylde. La gente responde vitoreando su nombre y coreando incluso temas relativamente menos conocidos como "Road to nowhere".

Desfilan otros clásicos como "Suicide solution", una canción sobre el alcoholismo que le trajo serios problemas legales en los 80, "War pigs" de Black sabbath, "No more tears", parte de su resurgir en los 90, "Perry Mason", "Shot in the Dark", "Crazy train", "Mama, I'm coming home" y "Paranoid".

El show acaba. Con un pitido en los oídos típico tras un concierto suyo, es difícil asumir el adiós de un protagonista irrepetible del heavy metal. Ozzy Osbourne desbordó el género para convertirse en una genuina estrella popular encarnando la locura y el terror con inusitada gracia.

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