Leo sobre la biografía de Aldo Marín Piñones en clave, quizás como el relato sobre un Chile pasado que muchos creían olvidado. Anoto esto porque Aldo Marín. Carne de cañón, el libro que Juan Cristóbal Guarello le dedicó a la vida de un socialista que murió poniendo una bomba en Turín, en 1977, puede ser entendida como una historia acelerada de la Unidad Popular y de los primeros años del exilio escrita desde el punto de vista del desastre total.

Marín, oriundo de Vallenar, era un trabajador del Cementerio General que militaba en el PS, fue detenido en los días del golpe en el Estadio Nacional y luego salió al exilio en Cuba y después Italia. En Cuba tuvo entrenamiento militar, conoció a Tati Allende e Hilda Guevara y rompió formalmente con el partido junto con otros militantes, todos chilenos a la deriva en la Cuba de Castro y la guerra fría, una utopía socialista donde la pista se les fue poniendo cada vez más pesada. Más tarde, en Italia Marín radicalizó sus posiciones. Se mudó a Turín y se unió a Azione Rivoluzionaria, uno de las tantas agrupaciones de la Galaxia Armada italiana de los 70. Todo terminó mal, por supuesto, y su muerte se perdió en el huracán político que terminó con el secuestro de Aldo Moro y la cacería por parte del gobierno italiano de las Brigadas Rojas y todos los grupos similares.

Por lo mismo, la vida de Marín Piñones tiene un costado simbólico que funciona como el reverso de la de los militantes ejemplares, pues hay ahí un exilio hecho de hambre y de debates partidarios perdidos, de identidades escindidas y vidas secretas, de la violencia como última posibilidad de la utopía. Es un mundo donde todo sueño se ha deshecho, convertido en un gesto mecánico, en el último movimiento de un cuerpo exhausto. Pero aquello es también un relato personal: fue el padre de Guarello quien sacó a Marín del Estadio Nacional, algo que el cronista apenas consigna en una pequeña nota al pie de página, quizás porque la historia de Marín lo terminó absorbiendo pues se trataba de una obsesión capaz de condensar el signo de su tiempo, del mismo modo en que Gente mala (la novela que publicó el 2014) usaba el caso de Rodrigo Anfruns para hurgar en el habla posible de la DINA y resumir desde ahí, la cultura del miedo que los agentes y torturadores de Pinochet encarnaban.

Pero acá no hay ficción; la realidad se presenta como una novela más compleja. Acá hay un laberinto ahí donde el autor se perdió y volvió, no sé cómo. Un sitio donde la imagen del cronista hablando con los vecinos ancianos de la calle donde murió Marín convive con las versiones encontradas de sus viejos camaradas de armas pero también con las historias de su mujer e hijo que esperan a un hombre que no vuelve salvo como un fantasma hecho de pena y añoranza. Quizás esos son los momentos más dolorosos y complejos del libro, la de los espectros familiares (un hijo que aprende sobre el padre, una madre que espera la verdad, una esposa al que las noticias del mundo le devuelven a su marido como un extraño) porque reafirman la condición de Marín como alguien que ha sido desposeído hasta de la posibilidad de la memoria, condenado a vagar como una sombra en los recuerdos ajenos.

Esa es la tragedia que Aldo Marín. Carne de cañón narra y que también se puede leer como un cierre doloroso e inesperado a ese canon de libros que circularon en la izquierda chilena a fines de los 80 y comienzos de los 90 y en el que convivían tanto textos estratégicos como memorias privadas. Me refiero a textos que son parte de una biblioteca ahora olvidada donde estaban Altamirano de Patricia Politzer, Reencuentro con mi vida de Clodomiro Almeyda y Pasión y razón del socialismo chileno de Jorge Arrate y Paulo Hidalgo. Ahí, la historia de Marín funciona como contrapunto espinoso, haciendo que la épica se vuelva una picaresca y luego abrace la tragedia en un relato frenético hecho de desvíos inesperados, de caminos truncos, de decisiones equivocadas.

Porque Guarello salió a buscar un fantasma y lo encontró perdido en las vistas parciales de quienes lo conocieron, en la rutina diaria de los campamentos del Santiago de los 70, en recortes de prensa de periódicos en otra lengua, en murmullos paranoicos de los viejos amigos sobrevivientes y las mentiras susurradas por los traidores, en habitaciones de hoteles miserables, en plazas llenas de inmigrantes. Quizás acá radica la nerviosa actualidad del libro. En un momento en que la revisión del pasado de Chile ha adquirido una urgencia inusitada, Aldo Marín. Carne de cañón, nos lanza a la cara la fábula de una vida trágica hecha de verdades contradictorias y opacas, acaso un signo abierto por donde entra el fuego de las bombas detonadas hace décadas pero también el aire frío de una memoria inasible y desolada.