Es difícil anticipar lo que vaya ocurrir con lo que hasta ahora llamamos cine en el futuro. Por de pronto, lo que hasta hace pocos años era solo una posibilidad, la convergencia con la televisión a través de las series, género que actualmente captura con ventaja el grueso de la energía y de imaginación narrativa de la industria audiovisual, ya es un hecho. El cine está dejando de ser ese lugar privilegiado donde se contaban historias -historias emotivas, edificantes, sorprendentes, golpeadoras- y las series están ocupando ese espacio con una voracidad que las películas por sí solas jamás podrían sostener. Los que saben de este negocio dicen que plataformas como Netflix, Apple, Amazon u otras van a abrir en los próximos años una demanda descomunal por contenidos, por historias adictivas y bien contadas, y se anticipa que serán las series mucho más que las películas las llamadas a cubrirla.
No deja de ser extraña esta migración del imaginario narrativo a otras plataformas. El fenómeno coincide en parte con lo que podría ser también una crisis de la ficción en la literatura. No es que la novela vaya a morir, como se ha vaticinado muchas veces, pero al menos en los últimos años es evidente que el género ha sido afectado. La novela tradicional con planteamiento, desarrollo y desenlace, la novela que construía un mundo ficticio autónomo y paralelo al mundo real, y que era una maquinaria perfecta para entrar a mundos desconocidos y vivir experiencias que nunca íbamos a tener en la vida real, ha ido cediendo lugar a estructuras de relato más libres y que están más abiertas a la experiencia personal, al testimonio, a la biografía, al reportaje periodístico y a todo lo que se ha dado en llamar autoficción y que, incluso, puede penetrar al ámbito de la reflexión o del ensayo, como ocurre por ejemplo en las novelas de Kundera o de Emmanuel Carrère. Las suyas son novelas, por supuesto, pero también son obras que corren un poco la frontera.
En este mapa ciertamente muy simplificado de la ficción contemporánea, el cine se está quedando con poco. Poco en relación a lo que tuvo antes. Se está quedando con un trozo relativamente grande de la torta del espectáculo, capturada por películas de audiencias gigantescas y con muchos efectos especiales, que son las que copan mayoritariamente la cartelera. Y se está quedando asimismo con una franja relativamente delgada de obras que cuentan historias, sí, pero que lo hacen con un sentido de la concentración o de la economía expresiva y con una carga de preguntas incómodas que las series simplemente no toleran. De ahí es de donde ahora salen títulos como El hilo fantasma de P.T. Anderson, como Manchester junto al mar, como Jackie, como Silencio, como El cliente, cada cual en su propio registro desde luego, pero que, en conjunto, son parte de las razones por las cuales la gente cinéfila sigue yendo al cine con una lealtad perruna. Pero hay que reconocerlo: son obras que no paran el tráfico ni tienen mucho rating. Se diría que lo máximo a que puede aspirar este tipo de cine es ser tema de conversación de grupos más o menos amplios que valoran no solo las historias en sí (eso sigue importando) sino también la manera como están contadas, por la forma en que abren las puertas a la introspección o por los términos en que nos transmiten verdades que somos capaces de reconocer.
Son misteriosas las dinámicas de la ficción. Mientras se debilitan por un lado, florecen por el otro. Pareciera que la capacidad de imaginar, de forjar buenas historias, dentro de todo es limitada. Y que las series hoy por hoy le están ofreciendo mejores condiciones que el cine y la novela para desplegarse.