La catalana Isabel Coixet ha hecho carrera filmando en inglés historias íntimas de mujeres. Definidas por su tono dolido y por la levedad de sus asedios al malestar y al infortunio, sus obras hoy son casi un gusto adquirido que se pasea por los grandes festivales. Fue este último el caso de La librería, presentada en la Berlinale 2017 y pre-estrenada localmente en el último Femcine.
La insuficientemente estimada Emily Mortimer (Testigo mudo, Match point), protagoniza esta adaptación de la novela homónima de Penelope Fitzgerald ambientada en el pueblo costero inglés de Harborough, a fines de los 50. Su personaje, Florence, es una viuda que dejó la II Guerra y a quien se le ha metido desplazarse para instalar una librería y su propio hogar en una casa vieja, desvencijada y, dicen, hasta con fantasmas.
Quien se interpondrá en sus planes es Violeta Garment (Patricia Clakson), socialité local que quiere ver la señalada casa convertida en una especie de centro de las artes. Tiene poder, sabe usarlo y quiere que a Florence la echen del lugar. Sola y compungida, esta última tiene como único aliado a un lector de aquellos, un señor muy formal que por otro lado detesta el mundo y se ha recluido en su casa (Bill Nighy).
Así contada, la película parece pertenecer a la familia de Chocolate o de Pleasantville, donde una voz dulce y rebelde agita a una comunidad conservadora, más bien maqueteada. No es el caso, y eso es bueno: los roles centrales, en particular el de Nighy, dan cuenta de una curiosidad creativa que se instala desde el armado de los personajes, que a ratos son un placer a la vista y al oído. Ahora, estas virtudes no esconden limitaciones que pasan por los tics alegóricos y el edulcoramiento del drama. Pero, eso sí, al menos permiten que los detalles cotidianos y las elaboraciones en torno al negocio del libro y al poder de la palabra escrita, se sostengan digna y decorosamente. Dueña de sus silencios y esclava de sus palabras (sobre todo del off y su solemnidad), la cinta ofrece esos pequeños encantos que pueden hacer la diferencia. No desata entusiasmos, pero es capaz de llevarnos a un par de lugares en los que vale la pena estar.