Ingmar Bergman: apuntes y demonios

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Bergman fue un artista oscuro. Representó la quintaesencia del desarrollo cultural europeo, en términos tales que -simplificando un poco- no es difícil trazar una línea de inspiración que empieza en Bach, pasa por Kant, sigue en Mozart, continúa en Schopenhauer, atraviesa por Strindberg, se detiene en Freud y se proyecta finalmente en él.


El próximo 14 de julio se cumplirán cien años del nacimiento de Ingmar Bergman y la publicación simultánea en Suecia y España de sus Cuaderno de trabajo (1955-1974), Ed. Nórdica, 2018, el primero de los dos volúmenes de sus diarios, aporta algunos rayos de luz sobre las corrientes de su imaginación y la forma en que concebía sus películas. Son rayos parciales, porque la oscuridad y el misterio permanecen.

Bergman fue un artista oscuro. Representó la quintaesencia del desarrollo cultural europeo, en términos tales que -simplificando un poco- no es difícil trazar una línea de inspiración que empieza en Bach, pasa por Kant, sigue en Mozart, continúa en Schopenhauer, atraviesa por Strindberg, se detiene en Freud y se proyecta finalmente en él. Así las cosas, no es raro que haya tenido un ego descomunal: nunca se interesó demasiado en lo que podía estar ocurriendo a su alrededor o en el mundo, rara vez habló de artistas o cineastas contemporáneos suyos y para los efectos de su imagen pública puso todo lo que estaba de su parte para ser el ícono insuperable y apabullante del artista sufriente, del artista atrapado en sus propias genialidades y tormentos. Debe haber sido difícil ser amigo suyo, por las distancias que imponía. Fue sin embargo un seductor que se casó cinco veces, al margen de las relaciones relativamente largas -tres, cinco años- que mantuvo con Harriet Andersson, Bibi Andersson y Liv Ullmann. Admitía que sus fracasos humanos habían sido notables y reconocía que de los nueve hijos que tuvo a algunos apenas los conoció.

Todo eso quizás es anecdótico en relación a la estatura, a la sencillez, a la majestad incluso, a la belleza fuera de serie, de algunas de las películas que hizo. En ese listado cada cual es libre de poner los títulos que prefiera: Sonrisas de una noche de verano, El séptimo sello, Fresas salvajes, La fuente de la doncella, Luz de invierno, El silencio, Persona, Vergüenza, Gritos y susurros, Sonata de otoño, Fanny y Alexander. Hizo muchas más, arriba de 40, lo cual no deja de ser perturbador si se tiene en cuenta que nunca fue un artista "espontáneo" o improvisador (al revés, la creación siempre le resultó difícil) y que, además, al margen del cine, hizo aportes al teatro y la ópera que fueron contundentes. No paró ahí. Escribió su autobiografía, Linterna mágica, y tres o cuatro novelas. Un monstruo.

Sus diarios son reveladores en muchos sentidos. El más banal, posiblemente, es la enorme cantidad de proyectos que el realizador imaginó, trabajó, esbozó y nunca pudo llevar a puerto. El más noble describe el camino insospechado, imprevisible -es una proeza, en realidad- de la creación artística a partir de detalles, de retazos de imágenes, de momentos, de sueños, de recuerdos, que se van transformando en personajes, en situaciones, en historias que terminan convertidas en películas. Todo eso es admirable. Pero está también el lado desagradable del libro: la dimensión somática, orgánica, de lo que fue por décadas el trabajo de Bergman, y que se expresaba en insomnios, arritmias, depresiones, dolores de estómago atroces, espasmos continuos, estreñimientos recurrentes, sudores, fiebres. El cineasta dice que no se compadece de su condición, pero qué si no eso es el registro detallado de estas angustias y malestares. Estos diarios, tan apasionantes por un lado, son también lapidarios para la imagen del artista reconciliado y en paz.

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