Hace mucho tiempo que no escucho una conversación de amor, en la que se hable sin despegarse del cuerpo de las sensaciones, de los temblores y angustias que trae esta emoción. Las personas sienten amor más allá de sus propósitos, quizá por eso es incómodo referirse a esta zona descontrolada, íntima, que nos desborda y que está sometida al deseo. El amor excede, es un riesgo que implica sensaciones físicas. Trae problemas, es injusto y subversivo.
Es difícil escribir de amor sin convertirlo en cavilaciones improbables. Lo han logrado genios como Ovidio, Shakespeare y Dante. En la modernidad, fue Freud el investigador que se acercó al amor desde una perspectiva médica, otorgándole nombres a sus síntomas y padecimientos, además de un estatus sofisticado. Roland Barthes advierte que la dificultad para aludir a lo que uno ama radica en que las palabras no alcanzan. El amor no tiene significado. En el lenguaje no se pueden traducir los suspiros, las exclamaciones, los susurros, las miradas y los quejidos que están sujetos a las expresiones amorosas. Lo que sí se puede representar son sus consecuencias: los desgarros, ilusiones, fracasos y, sobre todo, del placer de ser otro luego de amar. Los enamorados tienen un idioma común, solo de ellos, que a través de juegos y complicidades permite anular el "tú" y el "yo" para conformar un "nosotros".
La forma clásica de evitar el amor es transformarlo en una especie de negocio sentimental. Para burocratizarlo se lo menciona de costado, se da por hecho, entonces el amor pasa a ser una relación, una pareja, un contrato y un protocolo. Es la manera habitual de someterlo al poder y control social, de vincularlo con deberes y derechos. Aunque todos sabemos que el amor no se atiene a políticas, por muy sagradas y convenientes que sean. El deseo arrasa con las normas, y el amor no existe sin esa pasión. Stendhal en su libro Del amor alude a la teoría de la cristalización, que sería la instancia en la que el amor llega a su punto sublime. La define como "la operación del espíritu mediante la cual éste, aprovechando la menor circunstancia, descubre en el objeto amado nuevas perfecciones".
Me hacía ver un amigo más joven lo comprometedores que son los besos para las generaciones que nacieron con libertad sexual. Quizá hoy los besos simbolizan más que nunca el amor. Se ven más escenas de cama que diálogos donde una pareja habla de sí misma. Los enamorados se observan y gozan una exploración mutua, adictiva y feroz que no deja espacio a las contingencias que distraen al resto. Los enamorados causan envidia, incomodan, están fuera del guión, pese a que lo más distintivo de los humanos son los ritos del amor, con sus enredos y extravíos.
Es conocido que el amor atrae otros efectos: angustia, celos y distracción. Los enamorados viven en tensión constante, intensa. Pasan de la gloria a la languidez, oscilan de la plenitud a la inseguridad. Son presas de sus cuerpos cuando están juntos y separados. El deseo impone el ritmo, no las voluntades. Y si bien la represión actúa para que los enamorados puedan sobrevivir, incluso es la condición que les ayuda a continuar juntos, involucra aflicción. Resignarse y sublimar son ejercicios rudos que no entregan respuestas a la pérdida. Solo ayudan a soportarla.
El alivio, a veces, se encuentra en la música y en ciertos libros que tratan o describen el desconsuelo o la soledad que sienten los enamorados. Cada lector tiene en su intimidad una biblioteca que agrupa los volúmenes en los que se refugia cuando está asolado por la melancolía. Con estos propósitos fue escrito El libro del Buen Amor del Arcipreste de Hita, un infalible manual para cautivar y recuperarse de las tragedias. Su vigencia es total.
Si bien los poetas suelen ser quienes más espacio ocupan en la literatura sentimental, los narradores no se quedan atrás. Philip Roth es un autor que explora esa veta. También hay teóricos que se han aproximado a estos pliegues y fisuras. Julia Kristeva y Anne Carson, entre otros. Sin embargo, es difícil calmar a un enamorado con ideas y erudición. Más directo es ir a un texto de Robert Creeley que dice: "Hay palabras voluptuosas/ como la carne/ en su humedad,/ su tibieza./ Tangibles, nos hablan/ de las certezas,/ y los consuelos/ de ser humano./ No decirlas/ vuelve abstracto/ todo deseo,/ y al final es la muerte".