Fui diferente, nada más
Lo siguiente corresponde al prefacio de Yo soy Américo, la biografía oficial de Domingo Johny Vega, el más popular de los intérpretes de cumbia chilena mejor conocido como Américo. Un libro construido a partir de años de seguimiento y entrevistas exclusivas, en las que el hombre de "Te vas" aborda todos los temas.
Batallé por esta pauta en parte por razones mezquinas: básicamente necesitaba airearme de la asfixiante crónica de Vicuña Mackenna con Ñuble y salir un rato a estirar los pies. Pero también por motivos más nobles como las ganas de conocer y de escribir sobre un ídolo realmente popular.
A esa altura yo llevaba suficiente tiempo cubriendo a artistas chilenos de «mejor perfil» y escribiendo sobre cualquier extranjero al que se le hubiera ocurrido cantar en Santiago entre 2000 y 2009. Pero ya con nueve años en el diario empecé a sentir que me estaba faltando calle, necesitaba dejar de hablar con las mismas personas, ir a ver qué pasaba allá afuera, ejercitar el entumecido músculo periodístico.
Alguien me comentó de un cantante de cumbia que se llamaba Américo. El nombre me pareció excepcional, como si se tratara de un colonizador tropical, impresión que mejoró aún más cuando supe que era hijo de un tal Melvin «Corazón» Américo, y que venía del norte y que había tocado en Alegría, una de esas bandas de sound que sonaban en los after de Valparaíso cuando yo estudiaba periodismo en los 90. Recordé también haberlo visto en los matinales del 13 o del 7, en programas como Mekano y en las páginas de La Cuarta, con sus visos rubios y sus lentes de contacto color verde al frente de La Nueva Alegría, en una de esas recordadas fotos del antiguo diario popular que se tomaban en el frontis del edificio de Vicuña Mackenna, entre jardineras sin regar y una decena de perros callejeros que cuidaba el fallecido Diozel Pérez, fundador de La Cuarta, y que transformaban el acceso a la crónica en un verdadero safari. Pero, más allá de estas anécdotas, yo no tenía mayor conocimiento ni de la historia de Américo ni del género en particular en que se desenvolvía.
A pesar de que su nombre ya estaba consolidado dentro de su estilo y que calzaba perfecto como objeto de la cobertura de música chilena que era en parte lo que yo hacía, me enfrenté con caras largas, dudas y muchas suspicacias cuando mencioné el nombre de Américo para una eventual entrevista. Eran otros tiempos los del 2009. «Muy de nicho, demasiado popular para el diario», me explicaron, por no decir de frentón que lo encontraban muy rasca para ponerlo en página. Una injusticia feroz, pero que hasta cierto punto yo entendía muy bien. En el contexto del vertiginoso ritmo de un periódico como el que hacíamos en ese momento, no era fácil apostar por una pauta que podría incomodar o molestar a los de arriba, o que simplemente no fuera en la dirección editorial del medio. Por eso, hacer ese artículo con Américo significaba algo importante para mí. Porque, más que convencer a la jefatura de turno, lo que yo quería era despercudirme y contribuir al desprejuicio, ayudar en parte a meter otros contenidos en las páginas que me tocaba redactar.
La fórmula fue entonces ofrecer una nota vivencial. «Estilo Rolling Stone», comenté, aun sabiendo que no iba a tener más de dos mil quinientos caracteres para completar la ambiciosa faena. Propuse acompañar a Américo a un show y ver qué pasaba. Comprobar si efectivamente este era el sucesor de La Noche y de un Leo Rey que en esos días ya era una celebridad.
Conseguí el número de teléfono de Melitón Vera, su mánager de entonces, y noté de entrada la sorpresa con mi llamado. Hubo desde el comienzo un trato formal, muy de vieja escuela, una deferencia evidente con el reportero del diario 'grande' que quería hacer una nota. Incluso, cuando finalmente nos conocimos, tuve la sensación de que se habían arreglado para esperarme en un pequeño departamento de Providencia mientras coordinábamos la salida hacia San Fernando, que era adonde los acompañaría para hacer el artículo.
El hielo se rompió fácilmente porque Américo no era el personaje tímido que se había presentado en un comienzo. Hubo rápida complicidad y ya antes de enfilar hacia el sur supe dos cosas o tres, más bien. Primera: la nota iba a quedar impecable con el personaje que tenía al frente; segunda: faltaba muy poco para que este ariqueño talentoso se convirtiera en una estrella nacional, y; tercera: en algún momento debería escribirse un libro para contar toda su historia.
Me llamaron al día después de que apareció lo escrito en La Tercera y me ofrecieron hacer una biografía. «Apresurada», pensé, pero los planes en ese momento eran dar a conocer a Américo, que la gente supiera quién era el que cantaba «Te vas» o «Que levante la mano», las canciones que sonaban con insistencia en las radios del nicho tropical. Para eso querían un texto relativamente corto, escrito en primera persona, que se vendiera en los kioscos y que ojalá contara con un prólogo de alguien famoso, como Don Francisco o Kike Morandé. Una vez más, esto fue en 2009, un año antes de su primer Festival de Viña y de convertirse en el músico chileno más exitoso de la década. Pero las cartas ya estaban echadas.
Trabajamos durante unos seis meses en un proyecto que abandonamos por razones que nunca me quedaron del todo claras. Siempre pensé que el mánager se intimidó con las crudas revelaciones que aparecieron en las primeras conversaciones para el libro —y que están en estas páginas— o que el mismo Américo decidió postergar el tema a causa de una agenda que se llenó vertiginosamente de compromisos.
El proyecto entonces entró en una pausa que siempre supimos se iba a interrumpir tarde o temprano. A distancia, pero siempre pendiente de sus movimientos, pude constatar lo que advertí en ese lejano show en San Fernando, es decir, el crecimiento de un músico que triunfó en términos comerciales y que se consagró como un superventas. Su disco A morir fue el más rentable de la década del 2000 y su presencia en medios creció de manera evidente. Durante todo este tiempo estuvo tres veces en Viña de Mar, viajó y triunfó por países como Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina, y aunque el impacto de su primera irrupción masiva no ha sido igualado, el hombre supo reinventarse y construirse a sí mismo.
Vi cómo cambiaba a sus músicos, cómo renovaba su look y se iba empoderando arriba del escenario. Como todos, pude presenciar mejoras incluso personales, como cuando se arregló los dientes, se cambió el peinado, bajó de peso, se tatuó los brazos y empezó a trotar.
Américo creció y no solo porque es una de las personas más trabajólicas que haya conocido en mi vida, sino también por una mirada empresarial de su carrera que tienen muy pocos artistas en este país. Demoró en admitirlo, pero en esto tuvo mucho que ver lo que aprendió de su padre, un hombre con el que también parece haber encontrado en la adultez una especie de acuerdo sin agresión. Entre muchas otras cosas que ha ido solucionando en el último tiempo, Américo está más reconciliado con esa parte de su historia, lo que le ha permitido enfrentar con más tranquilidad los años recientes.
Eso desde lo íntimo, lo que me ha llevado a convertirme en el redactor de su vida. Porque, desde lo estrictamente profesional, es decir, a partir de lo que realmente pienso de su trabajo, no tengo dudas de que estas páginas tratan sobre un nombre importante de la música chilena.
Recuerdo un trayecto entre Arica y Tacna, en un viaje que hicimos en 2017 para recopilar datos para este texto, en que me explicó la diferencia entre los géneros del «pasillo» y el «vals peruano». Lo hizo a su estilo, golpeándose los muslos con sus manos morenas y tarareándome los ritmos y las letras. Sin conocimiento formal o musicológico de los géneros requeridos, más bien a pulso, expuso así su sabiduría autodidacta, artesanal, y un conocimiento de arreglos, voces, tonos e instrumentos que supera largamente el mezquino nicho en el que se le reconoce, que es la cumbia romántica.
En ese mismo viaje, después de comer pollo asado, beber jugos de mango y de recorrer las infinitas galerías de la avenida Bolognesi, en el centro de Tacna, nos topamos de vuelta a Arica con una radio romántica del Perú: la Inolvidable, una emisora detenida en el tiempo, con una parrilla musical que pudo haber funcionado perfectamente en 1982 o 1995. Escuchamos a Basilio, un olvidado baladista panameño que estuvo en el Festival de Viña, y a José José, con un tema que yo no oía hace décadas: «Almohada», que el astro mexicano grabó en 1978. Una canción tremenda, emotiva, dramática, realmente genial. «El príncipe tiene afinación perfecta», me hizo ver Américo mientras le pedía al chofer de la van que le subiera el volumen a la radio. Y cuando comentábamos lo jodido de salud que está el hombre de «40 y 20», Américo se buscó y se encontró a sí mismo en un viejo video guardado en su celular. Un clip de Youtube fechado en agosto de 2007, con escasas reproducciones y en el que se le veía haciendo una versión ranchera de «Almohada». Vimos el video en la pequeña pantalla, con un audio precario aunque decidor: este músico que en ese momento estaba a poco de cumplir 40 años demoró largo tiempo en encontrar el estilo que le permitiera cumplir su sueño. Pero finalmente, en esa noche de septiembre de 2017 y después de un par de días enteros hablando de su vida y atando cabos sobre distintos episodios de su infancia y adolescencia, las cosas parecían más claras que nunca.
La decisión de retomar el libro había llegado meses antes, cuando una de sus anécdotas, la de Zalo Reyes mencionada en ese artículo de La Tercera, apareció en Dulce patria: Historias de la música chilena, texto que publiqué con Ediciones B en abril del año pasado. Los editores responsables de esa publicación notaron lo mismo que yo en 2009: Américo tenía una gran historia por contar y la invitación entonces era a sacar adelante el postergado proyecto. Nos juntamos a conversar y Américo me dijo rápidamente que sí, que ahora estaba listo para contar la historia y que ya no había riesgo ni nada que perder. «Estoy listo», me dijo con esa voz suave y vivaracha que lo caracteriza.
Más seguro que nunca. Más Américo que nunca.
Esta es la historia de su vida, pero también es la de su padre, Melvin Corazón. O es más bien el relato de una lucha entre dos hombres. De uno que no supo ser padre y de otro que terminó siéndolo de su propio progenitor. Esto también podría ser leído como un cara y sello de dos personalidades opuestas: la del hijo que consiguió el éxito que no tuvo su padre, y la de un padre que tuvo el carisma, la desfachatez y la personalidad que nunca tuvo su hijo.
Melvin es una figura determinante en la vida de Américo; esto, desde muchos ángulos. Como me lo comentó él alguna vez entre risas: «Habría que hacer un libro entero de Melvin, pero necesitaríamos como setecientas páginas para llenarlo. Ese viejo tiene para una Biblia entera». Lo decía con cariño y también con algo de resignación respecto de ese antihéroe o villano querible. Como esos malos de la película que te salvan al final. O quizás más bien como esos malos a quienes el jovencito de la película decide salvar en la última escena.
Esta es la historia de la vida musical de Américo, pero es también el relato de la construcción de una personalidad. De un hombre que se descubrió en el camino del éxito y que en ese camino aceptó convertirse en estrella.
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