En los últimos 20 años, Paul McCartney ha incluido en sus shows la canción "Yellow Submarine", una de las más populares de los Fab Four, como apenas un apéndice, una nota al margen, un chistecillo que sirve para mantener en alto el jolgorio: la interpreta de forma improvisada sobre el cierre de algún otro tema, o cuando el público empieza a corear el nombre de Ringo, su intérprete original, reclamando algo de justicia, porque Macca despliega en sus espectáculos homenajes a los que ya no están, Lennon y Harrison, pero nunca al baterista que también sobrevive como compañero y guardián del patrimonio Beatle.
Esa suerte de desaire con que el bajista aún observa el track de 1966 que él mismo escribió refleja el casillero secundario que siempre ha ocupado en la leyenda del cuarteto. Ni los propios músicos confiaban en la película que dos años después llevó el nombre de la composición -sólo la aprobaron para cumplir el contrato con la compañía United Artists- , ni las distintas generaciones de beatlemaniacos se han acercado a ese proyecto con el respeto y la veneración que merecen otras gemas, como la cinta A hard day's night o la travesía creativa tras discos como Revolver o Sgt. Pepper.
Sin embargo, Yellow Submarine tiene algo de victoria silenciosa. De ese triunfo que no se busca, pero que llega casi de rebote, bajo la fortuna que acompaña a quienes parecen haber hecho todo casi perfecto. Por ejemplo, cada vez que el propio McCartney despacha sus primeras líneas en alguno de sus conciertos ("In the town where I was born / Lived a man who sailed to sea"), la fiesta es inmediata, los videos corren por YouTube y se convierte por lejos en uno de los instantes más mágicos para la audiencia.
Y esta semana, la propia película -que el 17 de este mes cumple 50 años desde su estreno- volvió a salas de EE.UU y Europa, bajo un enorme operativo de marketing donde subyace la aspiración de siempre cuando se trata de The Beatles: que sean el gran empujón financiero para una industria en turbulencia permanente. Según consignó Billboard, el reestreno de la cinta, en exhibición desde el domingo y restaurada con tecnología 4K, viene a ajustar números tanto en el cine como en la música. La propia banda ya habilitó un sitio especial (www.yellowsubmarine.film) donde hay de todo lo relativo al submarino amarillo: chaquetas, calcetines, pósters, las distintas ediciones del soundtrack en vinilo y CD, y hasta una novela gráfica que se publicará el 28 de agosto, ideada por el historietista Bill Morrison.
Pero ya en su estreno, el largometraje ayudó a muchos cuando apenas unos pocos ponían fichas en su éxito. Partiendo por sus propios protagonistas. Según precisa Mark Hertsgaard en su libro Los Beatles: un día en la vida, Yellow submarine maquilló a nivel público el proceso de descomposición que atravesaba la banda a mediados de 1968, reforzando su imagen como jóvenes unidos, amantes de la aventura y la diversión. Si Pepperland, ese paraíso musical colorido y ensoñado de la ficción, mostraba a los cuatro músicos embarcados en un ideal común -la guerra contra los malvados Blue Meanies-, en el mundo real la vida era otra.
Geoff Emerick, el ingeniero de sonido que dio vida a la obra mayúscula de los británicos, recuerda que mientras mezclaba la banda sonora del filme en Abbey Road, por primera vez los integrantes del grupo se acercaron a solicitarle ayuda para proyectos en solitario. Por ejemplo, Paul lo telefoneó para consultarle si era posible que trabajara en una nueva artista que había conocido, Mary Hopkin. George le preguntó si podía recomendarle a algún ingeniero de masterización para su nueva sala de corte de acetatos. Todos mientras se preocupaban de la aventura mayor de esos días: darle cuerpo a lo que a fines del 68 el mundo conocería como el Álbum Blanco, la máxima encarnación del cortocircuito artístico y personal que se estaba incubando por esos meses.
Como otra sorpresa más que deparaba el viaje del submarino, su mayor legado no estuvo en la música. "Me alegro de que mis padres me hayan llevado a ver esa película y no La naranja mecánica", escribió en 2012 en The Guardian Josh Weinstein, uno de los ideólogos de Los Simpson, quien decidió que su camino sería la animación cuando estaba en el cine mirando la historia psicodélica de John, Paul, Jorge y Ringo.
En rigor, la producción impactó a una generación de jóvenes que luego revolucionaría la industria de los dibujos animados, despegándose del patrón Disney que durante la mitad del siglo XX imaginó un mundo lleno de ratones enguantados, sin texturas, sin carácter, sin sátira; Yellow Submarine ofrecía a seres que se reían de sí mismos, que imaginaban nuevos universos, que trazaban situaciones insólitas para el aburrido mundo real. "Sin Yellow submarine no habría Los Simpson, ni Futurama, ni South park, ni Toy story, ni Shrek", teoriza Weinstein en su texto.
Los Beatles, mientras planificaban una película en la que ni siquiera prestaron sus voces -fueron reemplazados por imitadores-, parecían enfrascados en una batalla interna que precipitaría su disolución. Y en la cinta, aparecen encerrados en un mundo malvado combatiendo a enemigos azules que odiaban la música. Finalmente, lograron vencer ambos fantasmas: sin quererlo, hasta hoy, Yellow submarine sigue siendo ese trofeo que no se quiere, pero que igual se agradece