De existir algo así como un Netflix de la literatura chilena, la categoría de Álvaro Bisama (Valparaíso, 1975) sería, sin duda, la más abultada y excesiva. En ésta uno podría encontrar películas, documentales y/o series sobre los siguientes temas.
Ovnis.
Farándula local.
Videos de gatos.
Largos y silenciosos documentales sobre dibujantes japoneses de cómic underground.
La filmografía entera de Raúl Ruiz (o más bien dos categorías: una para Raúl Ruiz y otra para Raoul Ruiz).
Conciertos de Joy Division, The Pogues y Slayer, entre muchas y otra bandas.
Cintas gore, splatter, gallo y cualquier película de terror producida con poco presupuesto.
El making off de Dónde está Elisa de Pablo Illanes.
Una selección de Mundos opuestos de Sergio Nakasone.
Los grandes éxitos de Felipe Avello.
Y literatura; por supuesto que habría una categoría literaria. Porque si bien la materialidad de la obra de Bisama viene de otras fuente (música, TV, cómics, farándula), su médium son las palabras.
De ahí, claro, que Bisama sea a estas alturas una marca registrada de la literatura nacional.
Dentro de eso, puede que Laguna, su séptima novela, sea una categoría más dentro de ese Netflix ficticio e imposible: la del gótico. Esta es una novela gótica, pero, claro, à la Bisama. En Laguna conocemos a un narrador, sin nombre, quien, junto a su amigo apodado Chino, dan vueltas por la noche viñamarina. Hay drogas, violencia, alucinaciones y un viejo Lada.
Laguna se puede leer como la contraparte de esta época de Instagram: de seguro ninguno de los personajes de esta novela subiría fotos de sus alrededores a sus redes sociales.
"Sí, es como anti Instagram, pero más bien por otra cosa: porque está descrito de modo casi pesadillesco, casi irreal", dice Bisama, quien también es Director de la Escuela de Literatura Creativa de la UDP y hasta hace poco escribía de televisión. "Esta novela sucede en una especie de vigilia, entre el día y la noche, entre lo que se recuerda y lo que se olvida".
-Tus novelas se construyen principalmente gracias a una voz. Es una voz más poética que narrativa y que se va por las ramas. ¿De dónde viene esa voz?
-Es algo bien difuso. Habitualmente parto con una imagen. Nunca sé de donde viene, no lo cuestiono. Luego comienzo a construir todo alrededor de ella, voy armando las piezas de un puzle. Trato de no tener nada demasiado claro, disfruto viendo qué hay ahí; escribir tiene que ver con descubrir algo que no esperaba. En algún punto la voz se hace más clara, ya no hay vuelta atrás. Pero eso me pasa pocas veces. Laguna partió con dos imágenes que me parecía que tenían que ver. Una era la de un auto avanzando por la noche. La otra era la de alguien que hablaba del último rey de Francia. No sé por qué, pero me parecía que existían juntas, aunque sabía que el lazo era un voz acelerada, quebrada, que solo se detenía para contar más y más historias, como un parlante que trasmite desde otro mundo.
-Por ahí leí que, para escribir Laguna, revisaste los informes de la Agencia de Seguridad Nacional, de Estados Unidos, sobre las antenas nazis que había en Quilpué. ¿Por qué te pusiste a investigar eso?, ¿y qué encontraste?
-Nada. Todo estaba a la vista. Alguna vez leí que en Quilpué había antenas nazis. O quizás lo escuché, no sé. Parte de la mitología que hay ahí, en Villa Alemana o en Valparaíso. Serrano tenía una casa ahí. O sea, nada raro. Entonces cuando escribía lo que decía un personaje que deliraba con fragmentos medios psicóticos sobre temas de seguridad nacional, me acordé de las antenas. Los informes de la NSA están ahí, en línea. Nada raro. Describen la estructura completa de la red nazi en América Latina. Hablan de Chile, de la antena y de quienes tenían a cargo la operación.
-Laguna es una novela sobre la noche. ¿Carreteabas mucho allá cuando vivías en Valparaíso o Villa Alemana?, ¿cómo describirías la noche viñamarina?
-Yo carreteé en Viña durante todos los noventa. No tenía nada que ver con la novela, que hace una ficción de todo eso. Había un par de bares a los que llegaba mucha gente. Bares chicos, viejos, como faros iluminados. A veces nos pasábamos de la universidad camino a Villa Alemana. Recuerdo haber estado la madrugada de un viernes santo bebiendo cerveza en uno mientras veíamos en la tele con un amigo una película bíblica donde resucitaba una especie de Jesús hippie que era crucificado en un parque o algo así.
Niños (súper)héroes en dictadura
2011: Alejandro Zambra publica Formas de volver a casa, una novela que revisita la dictadura en Chile y sus efectos sobre el país. Es un relato nostálgico narrado desde la infancia. De alguna manera, este libro le valió la consagración (tanto dentro como fuera de Chile) a Zambra. Y poco más tarde, impulsados por eso y por los 40 años del golpe del estado, muchos autores y autoras chilenas siguieron una senda similar: Nona Fernández, Leonardo Sanhueza, Lina Meruane, Marcelo Leonart, entre otros, publicaron libros que cuestionaban la manera en que se recuerda la dictadura (y lo que vino después).
"La literatura de los hijos": así se le llamó desde la academia, a partir justamente de un capítulo de Formas de volver a casa. Fue una tendencia generacional incluso usada por El País para hablar de la literatura chilena: "Los niños de la represión chilena llenan los silencios" fue el título de un reportaje donde se analizaba a la literatura local.
Así, dentro de los autores y autoras nacidos en los setenta se instauró un arquetipo narrativo: infancias narradas a partir de la dictadura. O hasta de la pos-dictadura, ya que el efecto de la "literatura de los hijos" también se aprecia en libros de la generación posterior, como Niños héroes de Diego Zúñiga o La resta de Alia Trabucco, los cuales se pueden leer como epígonos de lo iniciado por Alejandro Zambra.
En 2012, un poco antes de la explosión de este fenómeno literario, Álvaro Bisama publicó, digamos, su versión de la "literatura de los hijos": Ruido, una novela basada en las supuestas apariciones de la Virgen de Villa Alemana durante los peores años del pinochetismo.
-¿Te sentiste alguna vez cercano a "la literatura de los hijos"?
-Ahí hay dos cosas. Yo creo que lo que se llamó "literatura de los hijos" en realidad es parte de un proceso más amplio y que tiene que ver con el hecho de que se cumplieron cuarenta años del golpe y una generación completa, la mía, estuvo obligada a reflexionar cómo se relacionaba con su memoria privada y doméstica con la del país; un examen que fue complejo y lleno de matices, casi siempre doloroso. Eso está en Volver a los 17, el libro que editó Óscar Contardo que yo creo que resulta central para entender el asunto. Me parece que Alejandra Costamagna y Nona Fernández hacen ahí aportes feroces e imprescindibles. Respecto a lo que yo hago, obvio, por lo menos en Ruido que tiene cercanía con eso, porque es imposible que no lo tenga, por más que yo aparezca nunca y el narrador sea una especie de fantasma. Los otros libros no lo tengo tan claro y es bueno que así sea quizás.
-¿Y cómo ves las generaciones de escritores que vienen detrás de ti? Pienso en nombres como Paulina Flores, Romina Reyes, Arelis Uribe, Constanza Gutiérrez, aunque también un poco en Diego Zúñiga y Eduardo Plaza (todos esos, me parece, comparten estéticas y temáticas), ¿hay diálogo con tu generación?
-Tiendo a pensar que en la literatura existe una especie de sincronía que no es generacional. Esa es su gracia, creo. Yo creo que el diálogo es constante, pasa con los poetas. Me gusta leer a Romina Reyes al lado de Marcelo Mellado y Diamela Eltit, por ejemplo. Existen juntos, como parte de algo común. La gente de mi edad está ahí también. Todos en un mismo universo en expansión. Es divertido, sobre todo como lector.
-Si tuvieras que escribir las memorias –tipo ghostwriter–de un actor o actriz de la farándula local: ¿cuál sería y por qué esa persona?
-No lo sé. No sé si actores. Me interesa más Luis Jara. O un libro de memorias de Zalo Reyes; o una biografía oral de Sábados Gigantes. Hay una historia que me gusta que nunca fue demasiado contada: esa persecución ovni que sufrieron Tito Fernández y otros artistas en los setenta, en el norte. Es del terror pero también es interesante lo que viene después, las carreras de quienes estaban ahí. Piensa en el mismo Fernández, que luego de tener unos sueños después del evento escribe un libro de mil quinientas páginas que hasta donde entiendo no puede ser leído y que tiene tapas de madera. El libro debe ser quemado con él cuando muera.
Fotos: Carla Mc-Kay