A diferencia de la Lady Macbeth de Shakespeare, mujer que se embriaga con la ambición de poder y termina horrorosamente sitiada por la culpa, la Lady Macbeth que imaginó el ruso Nikolai Leskov en el siglo XIX es una mujer devorada por la pasión. De hecho se parece más a Madame Bovary que a la fraudulenta reina de Escocia del drama isabelino. Tal como la heroína de Flaubert, tiene un marido aburrido y muy mayor y su vida cambiará el día que se obsesiona con uno de los jóvenes sirvientes de su casa, porque en ese momento liberará de su interior demonios que ella jamás pensó que podían habitarla. Lady Macbeth, la película inglesa que ha estado mostrando CineUC -debut en la realización del director teatral William Oldroyd- lleva las cosas aún más lejos, las radicaliza, porque la protagonista, que en la novela padece un matrimonio por conveniencia con un vejete odioso, aquí ha sido "comprada" junto con un paño de tierra yerma para fungir como esposa de un marido bruto y abusivo, dominante y castigador, además que abiertamente impotente, el cual a su vez es un mero engranaje de un sistema patriarcal ancestral y tóxico.

Lo más interesante del personaje de esta Lady Macbeth radica en dos aspectos polémicos. Por un lado, no tiene la más mínima dosis de culpa por los asesinatos que comete. Por el otro, en tiempos de rescate de la causa de equidad de género, la película tampoco mira su conducta como un tributo a la emancipación de la mujer. De hecho la progresión más certera de la cinta es doble, por decirlo así. Una es la que arrastra al personaje a opciones cada vez más desquiciadas y amorales y otra es la que va obligando al espectador a ir tomando distancias de ella, porque lo que al comienzo es complicidad con su deseo de gozar de la vida en el contexto de una existencia miserable y humillante, bueno, va mutando gradualmente al rechazo, cuando ella decide llevar su juego a un crimen tras otro. Esta Lady Macbeth, pareciera decir la película, no tiene vuelta: el patriarcado no solo la convirtió en víctima sino que además la depravó, la convirtió en monstruo.

Película pequeña, estática, asfixiante, ciertamente teatral y muy de nicho, esta Lady Macbeth, a pesar de todo eso, conecta con una tradición fílmica muy robusta y que es consciente del poder subversivo y transgresor de la sexualidad. De hecho es eso, mucho más que el deseo de venganza a una existencia de vasallaje y oprobio, lo que enciende la mecha del furor de la joven y hermosa protagonista (Florence Pugh). Ese fuego hace recordar -muy libremente, claro, porque estas asociaciones son necesariamente subjetivas- momentos como los de El cartero llama dos veces (Jack Nicholson y Jessica Lange), como los de Cuerpos ardientes (William Hurt y Kathleen Turner), de Obsesión (Jeremy Irons y Juliette Binoche) o incluso de Bajos instintos (Michael Douglas y Sharon Stone). No son necesariamente las películas más osadas de la historia o las que más piel por metro cuadrado han desplegado en la pantalla, porque la cosa ciertamente no va por ahí. Va por el lado de realizaciones que parecieran aproximarse al sexo con un sentido de fatalidad trágico que no está disociado en absoluto de la pulsión irresistible del Eros. Es la idea -muy moderna- del sexo como pulsión natural e irresistible, pero también es la noción -muy antigua- del sexo como trampa, como perdición, que es el temor que el puritanismo siempre conectó a la plenitud erótica.