El segundo largo de Dominga Sotomayor (Santiago, 1985) tiene varios puntos en común con su elogiado debut, De jueves a domingo (2012). Por ejemplo, un mundo bien encuadrado y serenamente contemplado, visto en buena medida con los ojos de menores que pueblan una historia con raíces en la vida de la directora y guionista, quien a los cuatro años llegó a vivir a la naciente Comunidad Ecológica de Peñalolén.
Tarde para morir joven, estrenada ayer en la competencia internacional del Festival de Locarno, dialoga con la filmografía de Sotomayor. Pero es también algo más y algo distinto: una cinta coral acerca de gente que decide alejarse de la ciudad y sus demonios para llevar una vida más apacible, que a su vez es parte de un proyecto que no entusiasma a todos por igual.
Tras la proyección, la realizadora sentenció: "La película tiene que ver con la nostalgia y la desmitificación de un período. Es una coming of age (gente que alcanza la madurez o cambia de ciclo), tanto de sus personajes jóvenes como de la sociedad chilena".
La trama de esta coproducción chileno-argentino-brasileña se desarrolla a fines de diciembre de un año que podría ser 1992 (las precisiones temporales no son decisivas). Y el suyo es un retablo con hartos personajes y muchas huellas de época, como un jeep Lada, un Fiat 147 y algún póster de Los Prisioneros. Se evoca el tiempo en que había un puñado de casas donde hoy se erigen al menos 400, así como las pautas de convivencia de un colectivo cuyos adultos han decididos apartarse del mundanal ruido y lidian con la satisfacción de las necesidades básicas
Entre jóvenes y niños sobresalen Clara (Magdalena Tótoro), dueña a sus 10 años de un perro extraviado y recuperado, y Lucas (Antar Machado), que a los 16 tiene una banda, así como sus ojos muy puestos en Sofía (Demian Hernández, que al inicio de la producción figuraba como Mariana y transitó luego a otra identidad de género). Sofía tiene alguna intimidad con Lucas, pero la aparición de un motoquero mayor (Matías Oviedo) la lleva a reorientar sus intereses.
La película se filmó en la propia Comunidad Ecológica. Con la caligrafía que se le conoce, la realizadora pasa revista a los rasgos de la experiencia que definen lo que cada personaje llega a ser, con énfasis en la interacción que se da al interior de los grupos de niños y jóvenes.
En esta ecuación fue básico el ensamble de actores consagrados y no actores debutantes, quienes recibieron un taller. Otro tanto puede decirse de la música: por su presencia y porque los propios personajes la viven y la interpretan. Como Sofía, que toca el acordeón mientras canta "Eternal flame" de The Bangles, en uno de los momentos emotivos.
He acá una expedición etnográfica de baja intensidad, muy atenta al detalle, cuya directora no elude otras dimensiones posibles. "Fue muy importante el juego entre exteriores e interiores, que no hubiera límites entre femenino y masculino, entre pasado y presente, entre la naturaleza y lo humano", dijo la directora.