Es muy posible que a la salida de Animal, el arrogante largometraje del cineasta argentino Armando Bo, el espectador se pregunte por qué diablos esta película bien hecha y de nivel internacional es muy poco grata de ver. Animal trata el caso del gerente de un frigorífico de Mar del Plata -muy normal, muy trabajador, muy feliz- que, desesperado, trata de intercambiar una casa por un riñón. Sí, eso es lo que quiere hacer. Tiene una insuficiencia renal grave, tiene que someterse regularmente a diálisis y está en el lugar 200 y tantos de una lista de prioridades nacionales de trasplante que avanza poco y con lógicas, le parece a él, un tanto turbia. ¿La cinta es poco empática porque así son los personajes? ¿O es porque está filmada desde la mala fe, por decirlo así? Mala fe que se traduce en una seguidilla de fatalidades concatenadas que se van cumpliendo de manera inapelable. Lo que comienza mal -no hay vuelta- termina peor. La ley de Murphy convertida no solo en premisa dramática sino también en ideología y en filosofía de la historia. Conocemos ese pulso de Armando Bo y de su socio Nicolás Giacobone: ambos escribieron el guion de Biutiful, el de Birdman, dos aparatos explosivos en términos de negrura, dos bombas de tiempo imposibles de desmontar una vez que se encendían y que merecieron gran reconocimiento en Hollywood cuando el mexicano Alejandro González Iñárritu los transformó en películas. ¿O la cosa es más simple, porque nuevamente estamos frente a ese cine -argentino y no- que postula que los seres humanos somos basura, que el mundo es una porquería, que el establishment un gran engaño y que lo más propio de las relaciones humanas es el aprovechamiento y la traición?

La respuesta ecléctica pondría sus fichas en todas las anteriores. La respuesta más jugada apostaría solo a la última de las alternativas, la del pesimismo militante de Bo y compañía. Un pesimismo 24/7, non stop, combativo y taladrante, que no es muy distinto al que asoma por momentos -sí, por momentos- en las películas de Michael Haneke, de Lars von Trier, de Yorgos Lanthimos. Se dirá que la comparación le queda grande a los autores de Animal y es cierto. Esos cineastas vuelan efectivamente a otro nivel y si han llegado donde están es porque en sus realizaciones más logradas con frecuencia se salen de las jaulas de la fatalidad y logran abrirse a dimensiones no controladas ni dictadas por el pesimismo compulsivo. Logran en definitiva abrirse a alguna forma de espontaneidad o de belleza o de emoción. Logran salirse del discurso ramplón que traduce todo a miseria humana o una hipocresía de la cual todos somos parte: los ricos y los pobres, los tontos y los vivos, hombres y mujeres. La excepción son ellos, por supuesto, los realizadores. Vaya.

Hay que reconocer que Animal tiene aciertos de factura que no son menores: un plano secuencia inicial que ha dejado sin aliento al mundo cinéfilo, una fotografía entre plateada y azul que se da vueltas en una paleta muy restringida de colores (porque, claro, el pesimismo no admite ni mucha luz ni tampoco intensidades muy fuertes), una utilización arriesgada de la música incidental (en realidad no tan arriesgada porque la misma estupidez la hicieron Tres anuncios por un crimen o El sacrificio del ciervo salvaje), una actuación muy contenida de Guillermo Francella, parecida a la que tuvo en El clan. Pero, ¿estos rasgos la convierten en una buena película?

El envoltorio no está mal. Viste. Lo que no se salva tanto es lo que viene en su interior.