Los niños y adolescentes que trafican heroína van gritando por los callejones y plazas de Baltimore, a ritmo de trote, que viene ahí, que se acerca, que hay que esconderse y esconder la droga o, mejor aún, no arriesgarse y lanzarla, lanzarla en bolsas plásticas, repletas de cápsulas de heroína, dejarla caer a través de las ventanas para no tener problemas, para que no entre derribando la puerta como el Lobo Feroz que amenazaba con comerse a los chanchitos, dejársela allí, en el camino, para que él simplemente agarre esas bolsas y se retire y se vaya a otra parte con su escopeta. También saben que ellos, los traficantes menores y que hacen el trabajo duro, no son el problema. Él no tiene nada contra ellos. Lo que quiere es robarle a los peces gordos del tráfico, en particular a Avon Barksdale, a ese empresario del crimen y la droga que se ufana manejando sus camionetas enormes y vistiendo zapatillas de quizás cuántos dólares.
The Wire, como ha dicho en diversas entrevistas su creador, David Simon, fue concebida como una tragedia griega moderna. En lugar de dioses furibundos descargando su ira sobre los humanos, ahora son las instituciones modernas las que mueven los hilos del devenir de los hombres. La justicia, la policía y la economía lanzan sus rayos sobre los ciudadanos de a pie, y el destino de la ciudad se va construyendo sobre este tablero de ajedrez, donde las fuerzas en pugna no son buenas ni malas en el sentido clásico, sino sólo piezas que en su partida permiten a los dioses modernos controlar el statu quo que tan cómodo les resulta. Por eso es tan poderosa la figura de Omar en el imaginario de la serie. Iconoclasta, homosexual, forajido, Omar Little funciona fuera de los márgenes morales de la historia. No desea acumular poder ni riquezas, ni tampoco está en las calles de Baltimore para ejercer justicia por los desposeídos. No. Lo suyo es la subsistencia. Roba a los narcotraficantes de gran tamaño también como una forma de resistencia. Tal vez podría iniciar su propio negocio, pero no está dispuesto a sumergirse en la dinámica capitalista que encierra y exige una empresa como la narco. Es como funcionan los Barksdale, con Avon como una suerte de presidente de la compañía, inaccesible en las alturas, y Stringer Bell como Ceo corporativo, a cargo de lo cotidiano del negocio (por eso estudia marketing y economía). Omar, por supuesto, jamás va a transar. Prefiere los márgenes del margen. Hay algo ideológico en él. Una ideología construida en los escombros del sistema terrible que gobierna las calles de Baltimore. Se siente bien en su disrupción. Le gusta también desafiar a esa cotidianeidad podrida. Es lo que ocurre en el inicio del tercer episodio de la cuarta temporada, cuando faltan cereales en su casa porque su novio latino no los ha comprado. Para desayunar como quiere, decide salir a comprar. No puede llevar pistola porque no tiene dónde guardarla en su pijama. Entonces sale así. Desarmado y con bata. Las voces empiezan a correr. Viene Omar, dicen los muchachos, viene Omar. Todos se alejan aterrados, pero él no viene a amenazarlos ni a requisar heroína. Simplemente quiere cereales para el desayuno. Desde una ventana, como tantas veces, cae la bolsa con cápsulas. Omar se la lleva junto a sus cereales, pero algo se ha quebrado en él. No le gusta que la presa caiga del cielo. Quiere ir por ella y arrebatarla en sus propios términos, en su ley. Quiere desafiar. En el fondo, lo que desea es quebrar esa estructura política y social enferma, pero como todo héroe trágico, fracasa y su caída es grande y vertiginosa. No sale bien, porque en The Wire nadie, finalmente, sale bien.
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