Después de todo, es probable que en aquel fin de semana de locos, el único cuerdo haya sido Cosmo, el perro de la casa. Mezcla de bulldog con mestizo, el rechoncho y apacible can de la cabaña a la que llegan Tyler y su amigo Johnny no grita, no bebe, no canta infinitamente a R.E.M. y, sobre todo, no hace bromas involuntarias sobre negros. Tyler, al que desde el principio comienzan a decirle por equivocación Tyrel, es afroamericano y el grupo al que fue a parar le parece detestable. Lo irónico es que no los puede enfrentar. No sin quedar como un idiota: los amigos de Johnny son tipos liberales, bienpensantes, abiertos. Sólo que esta vez están algo borrachos y drogados.
La premisa de Tyrel, la nueva película del realizador chileno radicado en Nueva York Sebastián Silva (1979), busca descolocar y remecer las falsas buenas conciencias. Entra en la zona de los grises que tan bien ha sabido retratar el director en La nana (2009), Gatos viejos (2019), Crystal fairy (2013) o Guagua cochina (2015), filmes donde sucesivamente deconstruyó y se rió de las convenciones sociales de clase, los estereotipos de la tercera edad, el neohippismo espiritual y los progresistas de Brooklyn. Ahora Silva, que vive justamente en aquel sector de Nueva York y sabe de lo que habla, cuenta la historia de un muchacho afroamericano metido en el lugar equivocado.
Elogiada en su estreno en el Festival de Sundance 2018 (Vanity Fair la llamó "divertida, inquietante, frágil, desgarradora y muy realista"), Tyrel comienza como un fin de semana relativamente distendido de ocho hombres en una cabaña en la zona de los Catskills, al noroeste de Nueva York. Bastante frío, mucho alcohol, algo de marihuana y casi exclusivamente discos de vinilo de R.E.M. prometen 48 horas de confort y relajo. Tyler (Jason Mitchell) y John (Christopher Abbott) encajan bien, pero a la hora del primer jueguito en grupo algo hace ruido: corre la ronda de imitar acentos y a alguien le toca hacer de afroamericano. Todos miran a Tyler, quien comienza a evidenciar la incomodidad.
La película se exhibe hoy a las 17.30 h en el Hoyts Plaza Los Dominicos en el marco de Sanfic y funciona como una olla a presión que en cualquier momento puede ebullir. Muchos en Estados Unidos la compararon con la reciente ganadora del Oscar a Mejor guión ¡Huye!, donde también un afroamericano llegaba a una remota casa de blancos. Todos aparentemente amables. En rigor las similitudes llegan hasta ahí. "En el papel, desde lejos, pueden parecer lo mismo, pero eso es sólo en la superficie. Aún así, entiendo que se quieran comparar", dice Sebastián Silva al teléfono desde Nueva York.
-¿En que más se diferencian?
-Creo que Tyrel en términos de géneros cinematográficos difiere bastante de ¡Huye! Para empezar no es una comedia con tintes de horror, sino que es hiperrealista. Los blancos tampoco son necesariamente los malos. En ese sentido es más compleja y menos polarizadora. Al mismo tiempo es más psicológica y generosa en la manera en que aborda las secuelas y la herencia del racismo. En fin, no es una película con soluciones ni venganzas. Es lo que es: realista. Aquí no hay un paraíso como el país de Wakanda en Black panther. Tampoco hay blancos que les laven el cerebro a los negros. El cine tiende a crear aquellas ficciones a falta de soluciones reales al problema del racismo en la vida diaria.
-¿Cómo nació la idea?
-Se me ocurrió en Cuba. Estaba en la playa junto a un amigo, Nicolas Arze, con quien además escribí la historia. Vimos un grupo de gringos que tomaban ron y estaban medio borrachos. Entre todo ellos había también un chico afroamericano. Me pareció que de alguna manera no se sentía cómodo. Se notaba alienado y outsider. La carga política de la historia que luego escribí nace justamente de eso: de que era negro. Si hubiera sido un gringo blanco sintiéndose mal en el grupo no habríamos hecho nada.
-¿Nunca le tocó vivir una situación similar a la de Tyler, el protagonista de la película?
-Por supuesto. A cualquiera con vida social le ha sucedido. Cuando era más joven estuve metido en fiestas donde no conocía a nadie o quizás en eventos familiares donde hay algunos más conservadores que están en contra del matrimonio homosexual. Son situaciones en que quizás debí defender mi postura, pero no lo hice porque el contexto probablemente no era el más adecuado. Nunca dejan de sucederte esas cosas en la vida, aunque no al nivel de volverme loco y cuestionarme quien soy yo. Pero sí quizás al grado de querer encerrarme en un baño y esperar que pase el tiempo, como le ocurre a Tyler.
-¿Cómo describiría a los blancos en Tyrel?
-Evidentemente no se trata de tipos racistas, sino que de gente que provoca una herida que proviene más de la ignorancia que de la maldad. Eso es lo que me atraía mostrar en Tyrel. Esa zona gris donde no hay buenos ni malos. Aquí no hay oscuros villanos blancos. Es más bien un territorio intermedio que en Estados Unidos no se suele retratar mucho en el cine, pues todo se perfila más bien en forma sesgada, en blanco y negro. O si se quiere es una película cuyos personajes son de mentalidad más bien liberal o de izquierda, pero que no han desarrollado la capacidad parar manejar las sutilezas del lenguaje en las dinámicas raciales. Provocan microagresiones.
-¿Viene algún nuevo filme?
-Acabo de dirigir una película que escribí junto a Pedro Peirano y sucede en Puerto Rico, después del Huracán María. Se llama Fistful of dirt y es a partir de un guión que yo tenía hace 11 años. Es con actores tradicionales y la podría resumir como una historia trágica, pero que al mismo tiempo es un cuento de hadas y donde hay una criatura marina involucrada. No puedo decir más en realidad. Sólo que estará próximamente en un festival de cine.