Si hay algo que destacar en el estreno de Lulú es justamente eso. Que después de 81 años de que Alban Berg la hiciera pública por primera vez, recién ahora esta ópera, un referente del siglo XX, pisara el escenario chileno.

Si bien no fue una de las mejores producciones del Municipal de Santiago, el poder enfrentar una obra dodecafónica, que marcó una época ya convulsiva y vertiginosamente cambiante, permite ampliar el espectro lírico y que la audiencia conozca nuevos títulos.

Lulú echa manos de métodos musicales novedosos en su época, de una trama provocativa y de intrincadas visiones del ser humano. Basada en las obras La caja de Pandora y El espíritu de la tierra, de Franz Wedekind, Berg configuró una pieza dodecafónica asfixiante, donde aflora la naturaleza más primitiva del hombre, con una protagonista -tal como se señala en el prólogo- asociada a la serpiente, pero también víctima del macho. Y en ambos sentidos, la violencia de la partitura, con momentos líricos de cierta forma tradicionales, está estrechamente ligada a la carga dramática del libreto, pleno de intensidad, erotismo, sexualidad y tragedia.

Es una obra perturbadora que traspasa la sala y que requiere de potentes actores. Por ende, la puesta debe casi rayar en lo impúdico. La directora de escena Mariame Clément, sin embargo, acudió a una idea convencional, en la que la magnitud dramática de los personajes, con un espíritu animal, no se vio reflejado -tampoco ayudaron los cantantes- transformándolos en seres uniformes y monótonos. Un intento de provocación fue el incorporar en un par de escenas el polémico cuadro El origen del mundo, de Gustave Courbet, que muestra la zona genital de una fémina en todo su esplendor, que aquí se justificó como un manifiesto de la mirada masculina hacia la mujer y un reflejo de la exaltación de la sexualidad de Lulú; pero ni eso sorprendió como tampoco lo hizo, a manos de ella, la muy breve masturbación. Sí fue apropiado concebir la pieza como teatro dentro del teatro. Un aspecto que fue bien remarcado por la escenografía de Julia Hansen -también a cargo del atractivo vestuario- y que, salvo en la última escena, estampó la misma sala del Municipal en el fondo mientras se sucedieron vistas circenses y de espectáculos de variedades, con atinadas coreografías de Mathieu Guilhaumon. Pero volvemos a lo mismo, si no hay intérpretes de acabada actuación, las pretensiones se disipan y derrumban.

La música de Berg sumerge en el devenir dramático, explotando distintas formas y estilos, donde la compleja y exaltada partitura, entrelaza lo tonal y atonal, donde surge una suerte de leitmotiv a través de distintas series instrumentales y patrones rítmicos. El director Pedro-Pablo Prudencio acometió la difícil tarea con una rigurosa labor. Y si bien se centró más en la severidad formal que en la calidez, consiguió crear determinadas atmósferas, vincular instrumentos de viento y percusión a los personajes y plasmar los aspectos musicales cinematográficos que ésta contiene.

Pero la voz es también aquí concluyente. Lauren Snouffer, creíble físicamente, es una soprano ligera que tiene la capacidad de abordar toda la tesitura que se le exige, de emitir agudos penetrantes, pero no expone a su Lulú en su enorme dimensión, no es letal ni irresistible, no es sexual ni emotiva, y le resta toda fuerza dramática. Stefan Heidemann (Dr. Schön/Jack el destripador) es un barítono de pocos matices pero cumple; Michaela Selinger tuvo su mejor momento como la Condesa Geschwitz en el emotivo final, pero no es la mezzo dramática que se requiere; Benjamin Bruns se desenvolvió mejor como actor y junto a su agradable timbre tenoril, aunque sin ser heroíco (Berg se inspiró en el primer acto del Tannhäuser de Wagner), logró un Alwa acabado. Más solvente y de imponente material vocal fue Jens Larsen como Schigolch. El resto del elenco se afiató bien a la compleja obra.