La anécdota es conocida. El Voyager toma una fotografía de la Tierra. Es el 14 de febrero de 1990. La nave ha atravesado 6.000 kilómetros de vacío: un desfile incesante y mudo de cometas, estrellas, chatarra espacial. Imaginen el silencio. Imaginen la oscuridad. En esa fotografía, una mancha accidental. Un punto azul pálido. La solitaria mancha en la gran y envolvente penumbra. Como una mosca en un huracán. Eso es la tierra. Un planeta distante. Azul.

El 19 de febrero de ese mismo año, Derek Jarman muere en un hospital de Londres a causa de una enfermedad asociada al VIH, que le diagnostican en 1986. Jarman, sin embargo, no se repliega. La enfermedad se transforma en una llave. La enfermedad torna la realidad más vívida. Los colores —el brillo de la luz sobre las cosas— aparecen como una compleja maraña que comienza en el mundo y se sumerge en su memoria. "De niño descubrí la existencia del color y sus cambios pintando al temple las paredes de una mohosa cabaña Nissen de la Real Fuerza Aérea Británica". El síndrome le produce, entre otras cosas, Ataxia y ceguera. Mientras su ojo derecho comienza a perder la visión —"mi retina es un planeta distante", dice Jarman; "Oh, a mí me recuerda a una pizza", responde su doctor—, insiste, recuerda. La desesperación se transforma en un bálsamo. La enfermedad, dice, "es un regalo que me ha dado toda clase de perspectivas que de otra forma nunca hubiera tenido".

Croma. Un libro de color es un diario de muerte y una celebración de la luz. Una celebración del color. Una celebración del mirar. Contra el dictum de Wittgenstein —de lo que no se puede hablar, etcétera—, Jarman deja en sus papeles una acumulación de impresiones y datos inagotable. Su pensamiento parece saltar de un lado a otro. Escurre suave y manso como un manantial de agua fresca. El color es su magdalena: "El rojo es el color de Marte. El dios sangriento marcha a la batalla montado en un león rojo. Del mismo rojo, san Jorge lleva la cruz. La que los Cruzados blanden en sus estandartes heráldicos, pintados de rojo Gules y Sanguina. Al retornar al hogar, prefirieron la rosa de Lancaster y pelearon contra la rosa blanca".

El color es, también, su espejo: "Cuando no sintoniza ningún canal, el televisor parpadea gris, a la espera de ser inundado por el color, a la espera de la imagen. El gris no tiene imagen, es una violeta mustia, tímida e indecisa, que pasa casi desapercibida en medio de la sombra. De allí puedes viajar al blanco o al negro. Es neutral, no grita su presencia. A diferencia del rojo, que en video produce ruido, este gris de ningún canal es una fuente de luz".

Hijo de un oficial de la Real Fuerza Aérea Inglesa y una estudiante de artes, la vida de Michael Derek Elworthy Jarman parece haber sido puesto en la tierra para ejercer todos los oficios: pintor, cineasta, actor, escritor, activista. De niño recibe una formación durísima, de élite, a la inglesa, que lo lleva a detestar ese teatro de vanidades. Contra la frialdad glacial de la aristocracia, Jarman elige la sensualidad en su sentido más amplio: estudia artes, se dedica a la pintura, monta filmes en donde mezcla su sólida formación intelectual con una crítica mordaz a la sociedad inglesa de su tiempo. Incluso monta jardines: "Una de las últimas grandes obras de Jarman, de hecho, no es una película ni un cuadro, sino el jardín que abrió entre las piedras de las costas de Kent, en su célebre cabaña de Prospect Cottage", cuenta Hugo Salas en el prólogo a la edición en castellano. "Allí, en un terreno lunar sin cercas ni bardas que pareciera extenderse hasta el infinito, amenazado por la inclemencia del mar y la contaminación humana, injertó vida en la piedra, conjugando especies delicadas con otras rústicas, junto a óxido, chatarra y madera".

Si el azul fue el color elegido para denominar la tristeza —the blue—, la frialdad, para Jarman se transforma en una especie de color total. En 1993, por ejemplo, estrena Blue. Durante los 90 minutos que dura la película sólo vemos una pantalla azul y oímos a Jarman recapitular su vida. Su tristeza, sin embargo, parece una tristeza dulce, un veneno que dosificado apenas alcanza a ponernos los labios morados. Cuando grabó esa película, Jarman había perdido completamente la visión en su ojo derecho. Su globo ocular, ese planeta distante, órgano esencial, se transforma en un artefacto defectuoso.

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En la cinta —cuyos diálogos se encuentran casi íntegros en el libro—, el avance de la enfermedad va mostrando los estragos que deja en el vasto territorio de su cuerpo. Dice: "Me descubro mirando zapatos en la vidriera de una zapatería. Se me ocurre entrar y comprar un par, pero me contengo a tiempo. Los zapatos que tengo puestos deberían alcanzarme para caminar hasta el final de mi vida".

También: "Aquí estoy otra vez en la sala de espera. El infierno en la Tierra son las salas de espera. Aquí sabes que nada depende de ti, sólo puedes esperar a que te llamen: '712213'. Aquí no tienes nombre, la confidencialidad es anónima. ¿Dónde está 666? ¿Estoy sentado frente a él/ella?".

Y aunque todo parezca grave, gravísimo, para romper en llanto, Jarman se permite incluso ajustar cuentas con la historia: re-lee la historia de la pintura en clave queer y se ríe de las pinturas de Miguel Ángel, en donde los cuerpos de las mujeres parecen cuerpos de levantadores de pesas inflados por esteroides. Lo desestima por ser "uno de esos maricas que se enamoran de los muchachos heterosexuales", de "soledad autoinflingida" y temperamento culposo. En las antípodas, Leonardo, observador nato, elegante, devoto de la dolce vita como modo de vida.

Ya sabemos a cuál le iba Derek.

Hay una carta que Tilda Swinton, amiga de Jarman, le escribe tiempo después de su muerte. Entre otras cosas, Swinton cuenta lo siguiente: Derek Jarman es entrevistado por Jeremy Isaacs. Cuando Isaacs le pregunta cómo le gustaría ser recordado, Jarman replica que en realidad le gustaría ser olvidado. "Dices que te gustaría desaparecer. Que te gustaría tomar todos tus trabajos y evaporarte". Pero ya sabemos que el deseo es una cosa esquiva. Jarman sigue brillando, tenue, como un lejano planeta azul. Una mota perdida en la penumbra. Azul, muy azul.