Un narrador (solitario) camina por una gran ciudad. Toma nota de los anuncios, de la cara de la gente en el metro, de la publicidad.
"Soy una grabadora en marcha, oculta en el teléfono futurista de un espía de los años sesenta, en el iPhone que llevo en el bolsillo", dice en las primeras páginas.
Y luego, en el metro, se fija en los anuncios:
"Despojadas de artículos y verbos, las frases se quedan en una crudeza de indicaciones robóticas. Estación Cobertura Móvil. Algún dirigente del metro cree en el bilingüismo y en la literalidad de las traducciones al inglés. Station Coverage Mobile. Se prohíbe fumar en toda la red de metro. Introduzca su billete. Metro de Madrid informa".
El narrador de Un andar solitario entre la gente, el último libro del autor español Antonio Muñoz Molina, es un collage de cosas.
Por un lado está la figura del flâneur (o caminante que vagabundean sin destino y explora la ciudad). Y por otro lado la basura. O los bordes de una ciudad: eso que pasa desapercibido y que el mismo narrador usa para tomar apuntes. En ese sentido, este personaje/narrador se parece a Joseph Gould, aquel romántico bohemio devenido en mendigo de quien se cuenta su historia en El secreto de Joe Gould de Joseph Mitchell. Gould era un neoyorquino que caminaba y quería poner todo por escrito. Y que nunca finalizó su gran obra: una en la que recogería miles de diálogos, biografías y semblanzas del hormiguero humano de Manhattan.
No es muy distinto al narrador creado por Antonio Muñoz Molina, quien de hecho hasta hace poco vivía la mitad del año en Nueva York y la otra en Madrid.
Nacido en Úbeda (Jaén) en 1956, cuenta Muñoz Molina que su educación literaria ocurrió cuando en España sucedía el Boom latinoamericano; García Márquez, Vargas Llosa, Juan Rulfo, Borges y otros autores y autoras latinoamericanos se publicaban, a veces antes que en América Latina, en aquel país.
"De Nicanor Parra tengo toda la poesía", responde al ser preguntado por su conocimiento de la literatura chilena. "Bolaño, desde luego, especialmente las novelas cortas, que me parecen incomparables, y antes de eso Donoso, a quien tuve la suerte de conocer, y fue siempre cordial y generoso conmigo. Lo visité una vez en una oficinilla que tenía en el castillo del Smithsonian, en el Mall de Washington DC. Todavía recuerdo la sensación de leer El obsceno pájaro de la noche a los 20 años. Y luego mucha música, como puedes imaginar, en aquellos años de despertar estético y político, Violeta Parra sobre todo".
-Al leer Un andar solitario entre la gente me acordé del entrañable Joe Gould y su libro total (e imposible) en donde quería meter todo. ¿Tenías algún filtro o marco a la hora de tomar notas?, ¿o todo entraba?
-El querido Joe Gould siempre estaba presente, como bien dices. Es la insensata ambición del escritor por abarcarlo todo. En una primera fase, siempre a lápiz, yo escribía y escribía, sin control ninguno, como haciendo un diario. Se me ocurrió un hilo o un núcleo de ficción, que es ese personaje un poco fantasma al que me encuentro en una café de Madrid, y que aparece luego al final de la segunda parte, en Nueva York, una especie de judío errante.
-Y entonces vino un proceso de editar todas esas notas, ¿no?
-Bueno, como puedes imaginar, fue de selección sobre todo. Yo quería dar la impresión de lo desbordante y de lo inacabado, pero esa impresión requiere mucho control. En ese desbroce me ayudó mucho mi esposa, que mantiene la cabeza fría mejor que yo. Algo que me gusta es que al ser un libro modular, hecho de fragmentos, podría haber sido más corto, o más largo, igual que puede ser leído a saltos. Le dije un día a mi esposa que quería escribir un libro inacabado.
-La materia para hacer literatura puede estar en todas partes, incluso en la basura (y a veces, de hecho, especialmente en la basura). Digo basura, pero en este libro podría ser más bien "la marginalia de la ciudad", eso que está en los bordes y que no parece central. ¿Cómo crees que se relacionan estos dos elementos: literatura y la basura?
-Una influencia mía muy grande ha sido el Ulises. Me impresionaba desde la primera vez cómo la literatura podía hacerse abarcando tantas cosas que parecen superfluas, inútiles, no literarias, lo más vulgar de la vida -Leopold Bloom defecando-, las conversaciones de los borrachos en un bar, los titulares o los anuncios del periódico. Eso está también, claro, en John dos Passos, en Manhattan Tranfer. Pero creo que en este libro el motivo de la basura y el reciclaje procede sobre todo de las artes plásticas, de la omnipresencia del collage en todo el arte del siglo XX, desde Picasso hasta Basquiat, por lo menos.
-De alguna forma el narrador juega con la idea de que somos lo que botamos a la calle.
-Y acuérdate lo que decía Flannery O'Connor, que el escritor trabaja con los materiales más pobres y comunes que existen, las palabras usadas de todos los días, los hechos habituales. En el desperdicio, además, a veces está contenido mucho mejor el aire o el tono de un tiempo concreto que en las presuntas grandes obras de arte: piensa en las fotos de Walker Evans de carteles desgarrados de películas o de combates de boxeo. El arte pop es eso.
-Otro elemento es el flâneur del libro; el caminante urbano. A veces éste se convierte en un denunciante al indicarnos cómo, por ejemplo, zonas públicas de la ciudad se vuelven en zona privatizadas.
-Sí, hay un narrador, que soy yo, sin más, y hay al menos dos puntos de vista, el mío y el de ese personaje fantasma que aparece y desaparece. En ambos casos, lo que hace el flâneur es mirar, y dar testimonio de lo que ve. Es una urgencia muy fuerte que yo siento cada vez más, la de mirar el mundo a mi alrededor, no mis recuerdos, no mis fantasías, sino lo que tengo delante de los ojos, y preguntarme, como el que formula un problema: "¿Cómo se cuenta todo esto?" El aspecto crítico, claro, es inevitable. La ciudad es el espacio público por naturaleza, y todo lo que sea privatizarla o someterla a la tiranía del tráfico privado va contra ese ámbito que es el de la libertad.
La (des)memoria histórica
Antonio Muñoz Molina es autor de más de veinte libros, entre novelas, cuentos, ensayos y diarios personales. Pero puede que La noche de los tiempos sea uno de sus títulos más conocidos, una novela de amor ambientada en el año previo al inicio de la guerra civil española.
Según Muñoz Molina La noche de los tiempos surgió en una época, hacia 2005, en que los debates sobre el pasado español "se volvían más intolerantes y más irracionales, por los dos lados." Entonces el así llamado concepto "memoria histórica" se discutía acaloradamente en España. No es muy distinto a lo que tal vez puede suceder en Chile a partir del episodio del breve ministro de las Culturas Mauricio Rojas y sus declaraciones sobre el Museo de la Memoria.
"Cuando yo era niño y adolescente aún vivían y estaban bien lúcidos muchos participantes o testigos de la guerra española, y yo presté siempre mucha atención a lo que contaban. Y después he leído muchas memorias de personas que participaron o vieron todo aquello", cuenta Muñoz Molina. "Quise imaginar una mirada progresista pero no muy marcada ideológicamente: ¿cómo vive una persona decente y comprometida, pero no fanática, un estallido de violencia máxima? Esa es una de las grandes tareas de la ficción: imaginar desde dentro, no desde la distancia de lo histórico".
-Cuéntame un poco de esta idea, que sugeriste por ese entonces, en la cual el Parlamento español debería crear una comisión de historiadores y así llegar a un relato sobre lo que pasó en la guerra civil. ¿Cómo crees que eso ayudaría a sanar ciertas heridas y evitar la amnesia histórica o que un país se polarice demasiado?
-Una guerra civil y una dictadura son traumas muy difíciles de asumir, y muy fáciles de utilizar políticamente. No es un problema de conocimiento histórico. Es una cuestión de manipulación política, de oportunismo, de cobardía, tantas cosas mezcladas. Pero no hay país que resuelva eso bien.
-¿Te parece que España y Chile comparten similitudes en cuanto al proceso de cómo re-pensar el pasado?
-Mira, fui una vez a Chile, en 1995. Llegaba de Buenos Aires y Montevideo, ciudades en las que entonces se discutía apasionada y abiertamente el legado atroz de las dictaduras. Llegar a Santiago me emocionó mucho, porque la Unidad Popular y el golpe de Pinochet fueron experiencias fundamentales para mi educación política en la primera juventud. Así que yo preguntaba, y mostraba, para sorpresa de mis interlocutores, una gran familiaridad con lo sucedido en el país. Pero me di cuenta de que para mucha gente mi interés y mi conocimiento eran incómodos. El consuelo, relativo, es que los horrores históricos del pasado no sabe gestionarlos bien ninguna sociedad: mira Francia con la Ocupación y Vichy, o la guerra de Argelia, o Estados Unidos con la memoria de la esclavitud…
-Un andar solitario entre la gente es también tu despedida de Nueva York, ciudad donde viviste por muchos años. ¿Es así?
-Bueno, todo empezó porque Elvira, mi esposa, se cansó de los horribles inviernos. Luego se acentuó un cierto cansancio ante el esfuerzo que tú sabes que requiere la vida en Nueva York: puro esfuerzo físico, el clima, lo difícil que es moverse de un sitio para otro. Algo que nos afectó mucho fue la victoria monstruosa de Trump, especialmente después de vivir allí el 11 de septiembre -el otro-. Para mí Nueva York, a lo largo de tantos años, ha sido el lugar de una educación rigurosa: en el idioma, las artes, la ciudad, el encuentro con gente diversa. Ahora esa educación siento que se ha completado.