En una entrevista para The Guardian, Karen Green habla de la "máquina del perdón" que ha construido. Karen Green es artista visual y también es la viuda de David Foster Wallace. Fue ella quien lo acompañó cuando el Nardil, el medicamento que tomaba hace años, dejó de hacer efecto y los nuevos tratamientos (otras drogas, una vuelta infructuosa al Nardil, electroshock) dejaron de funcionar y él terminó suicidándose en 2008. La "máquina del perdón" trabaja así: escribes en un papel la razón por la que quieres ser perdonado o, al revés, a quien quieres perdonar. La máquina aspira el papel y al otro extremo el papel es destrozado y así, quizás, obtienes lo que buscas.
Es imposible no pensar en la máquina de Green cuando uno lee El rey pálido, la novela inconclusa que dejó Foster Wallace, y que su editor Michael Pietsch terminó de armar de fragmentos, capítulos sueltos y anotaciones. Quizás la novela es otra versión de esa máquina. Más allá del tema (la vida en una agencia de impuestos estatal en la ciudad de Peoria, en 1985) y de la estructura (aquella clase de hipertrofia narrativa ultraconsciente que es la marca de estilo de Foster Wallace), lo que hay es una biografía íntima de un puñado de vidas falsas devoradas por la culpa, el trauma, la soledad, el abandono, perdidas en una geografía inestable, evitando la extinción y el olvido. Obra coral, se trata de una apuesta riesgosa que se interroga por la mecánica cuántica de la novela como género, pero sobre todo acerca del desconsuelo del arte. "Hasta que llegues aquí no entenderás por qué. Es dickensiano", anota alguno de los personajes bien avanzada la novela. Tiene sentido. No hay foco alguno en El rey pálido. No hay héroes: la perspectiva de un mundo coral de voces que hablan para evitar el vacío o consignar su cercanía satura todo. Esto es parte del estilo del autor. Foster Wallace es el héroe de la postergación y el desdoblamiento, de la narrativa de lo fútil y lo accesorio que se vuelve consciente de su vacío inherente. Pero es algo más. El rey pálido duele porque esos viejos trucos (que son el centro de La broma infinita) adquieren acá otra clase de riesgo.
Y ese riesgo interesa. Para Foster Wallace, narrar es una trampa, algo que siempre está puesto en entredicho, hasta el punto que la parodia es una forma de la tristeza y la memoria, un disfraz de la confusión. Dice otro personaje, sobre su adolescencia: "La mayor parte de estos recuerdos casi dan la impresión de pertenecer a otra persona. Prácticamente no conservo ninguno de mi primera infancia, solamente pequeños destellos extraños y aislados. Cuanto más fragmentado es el recuerdo, sin embargo, más parece ser auténticamente mío, lo cual es extraño".
Puede ser. El rey pálido hace filoso ese procedimiento, mientras busca certezas que puedan remediar el vacío, que acá cobra la forma del tedio: "Por qué nos apartamos instintivamente de lo aburrido. Tal vez sea porque el aburrimiento es intrínsecamente doloroso; tal vez sea de ahí de donde vienen expresiones como 'aburrimiento atroz' o 'aburrimiento mortal'".
Tiene sentido, aunque lo que más llama la atención del libro no sea la histérica comedia kafkiana (llena de formularios y códigos) de la oficina de impuestos sino los capítulos que refieren lo anterior: la década del setenta. Más allá del hecho que Foster Wallace se haya colgado en su cabaña y sus cenizas hayan sido lanzadas en la isla Juan Fernández, lo que importa son esas vidas que el libro cuenta con detalle y que provienen, por lo menos moralmente, de ahí: la de la muchacha que arranca con su madre de auto en auto, de motel en motel; la del médium de datos; la de la mujer que se automutila y que está casada con un enfermo terminal; la del funcionario que recuerda la muerte de su padre en el metro; la de un tal David Foster Wallace que aparece en la novela y dice que se trata de una historia real, una autobiografía sobre el año que estuvo "convertido en poco más que una diminuta y efímera pieza del engranaje de una burocracia federal inmensa".
Así, los pasajes más inquietantes del libro provienen de esas historias que transcurren en medio de suburbios y universidades regionales, bombas de bencina y pasillos de colegio. Más que Coupland o Jonathan Franzen, antes que la literatura, El rey pálido se parece al trabajo de Chris Ware, el historietista que supuso una revolución formal del género en los últimos años. Como Foster Wallace, Ware tiene como temas centrales la alienación y el tedio. Su trabajo -donde la página muta a veces a infografías o planos, fractalizándose- tiene la misma aura desolada que se resuelve en la experimentación formal y bebe de los traumas y abandonos de la misma década, mientras se sumerge en un riesgo narrativo sin par.
Por lo mismo, no puedo dejar de leer El rey pálido sin recordar la Acme Novelty Library (1993-2010) o el Jimmy Corrigan (2000) de Ware. El filo es el mismo. La pena es casi idéntica. En ambos casos, el contar una historia es un modo de mutilación, una forma de daño. El humor ahí es apenas un barniz. En un cómic de Ware, pueden pasar casi 500 páginas para que alguien le dé la mano al protagonista. En la novela de Foster Wallace, todos los personajes cuentan sus historias porque sufren una distancia patológica con respecto a los demás: las palabras (que aquí suenan como un murmullo, casi como puro ruido) son la distancia que separa a los unos de los otros. En cualquier caso, hay una lección ahí sobre la necesidad de volver a la novela como un callejón sin salida, como una forma de vértigo. O como la máquina del perdón de Karen Green: escribir sobre un papel lo que nos atormenta, dejar que el arte se lo trague y lo haga picadillo.
*Publicado originalmente en Qué Pasa el 22 de febrero de 2012.