Si el cine blockbuster navega rapidito y sin ideas por las emociones, quizá sea porque estas bajan la adrenalina. Porque hay que despacharlas con facilismos que se acomoden a la acción monocorde. Al otro lado, en el circuito festivalero, las cosas no andan tanto mejor: harto miserabilismo, harta contemplación por la contemplación, mientras los sentires y las conductas a ellos asociados se supeditan muchas veces a lo que dictan tales o cuales cortapalos. Por suerte, existen cines como el de Hirokazu Koreeda (Tokio, 1962).
El director y guionista se anotó a fines de los 90 un golazo planetario en salas de arte y ensayo con After life. La premisa era un pie forzado -hasta una semana después de muertos, podemos escoger un recuerdo para llevárnoslo a la eternidad-, pero aun así el relato supo pegar donde más duele. Después de la tormenta se inscribe en un espacio más realista y el efecto emotivo no cesa, enriqueciéndose la película con encuadres y diálogos funcionales a un diseño que mira la vida con ojos dedicados.
El protagonismo de la cinta recae en Ryota (Hiroshi Abe), que anda por los 40, que alguna vez escribió una novela premiada en alguna parte, y que hoy es padre separado de un niño con el cual no parece conectarse mucho. Trabaja como investigador privado -para que la naturaleza humana nutra su alicaída pluma, piensa él-, pero se gasta casi todo en el juego y no tiene ni para pagar la manutención. Para peor, acaba de morir el padre (sin dejarle nada valioso, según parece) y su ex mujer tiene pololo. Y no descarta casarse.
El modo en que cada uno de estos ítemes se asienta en los gestos, las acciones y las palabras, es lo que hace toda la diferencia. Lo que da cuenta de esa lógica acumulativa de la experiencia que va construyendo a cada quien: plano tras plano, escena tras escena, en lo mínimo y en lo máximo. Porque lo revelado sobre los personajes por una derrota en las apuestas no es tan distinto de lo que deja vislumbrar el cambio climático, a través de la amenaza persistente de tifones cada vez más numerosos.
Que lleguemos a conocer a Ryota y al resto por un camino de sembrado de matices, fracturas e inquietudes, habla con elocuencia de un cine comprometido con las emociones. Uno que salta las vallas del desfase cultural para desentenderse de los sentimentalismos y quedarse con los sentimientos.